El canto del cuco

El huerto abandonado

Un huerto, no; un huerto sin cultivar es una contradicción, un retroceso humano.

Siempre me ha parecido que, más que las casas vacías o ruinosas de los pueblos o la soledad y el silencio de sus calles, son los huertos vacíos el símbolo mejor de la España vaciada. Pocos paisajes son más deprimentes que un huerto abandonado, en el que se borra la geometría de los surcos y la estudiada armonía de los cultivos, deja de oírse el rumor del agua de la acequia y la tierra se desordena y se asilvestra sin la presencia humana. Con el cultivo del huerto empezó la cultura. Una pieza del páramo que se quede lleca seguramente tendrá otra vida. Nacerán allí plantas silvestres –aulagas, tomillos, espliego, endrinos, retamas, escaramujos...–, recuperando su naturaleza original cuando no había penetrado en sus entrañas la reja del arado. Un huerto, no; un huerto sin cultivar es una contradicción, un retroceso humano.

He vuelto a ver el huerto de mi hermano. En la fachada norte sigue intacta la tapia de piedra que da a la carretera. Se ha secado el jazmín, pero con las tormentas parece que revive. Asoma, junto a la pared, el laurel, que ha sobrevivido milagrosamente a las sequías. En sus ramas solía hacer su nido el mirlo cada primavera. La última vez tenía cuatro huevos azules y lo cubrió la nieve en Semana Santa, cuando acostumbra a sacudir a estas tierras del alto Duero un ramalazo del invierno tardío. Desde fuera se divisa también la brillante copa del viejo peral, que aún resiste, a cuya sombra acostumbrábamos a pasar el rato cuando apretaba el calor. Me decido a entrar. Tengo una mezcla de curiosidad y de temor. Desde que murió mi hermano, hortelano virtuoso, no he vuelto a pisar su huerto. Hasta entonces era la primera visita obligada cuando llegaba al pueblo.

Abro el portón de hierro de color marrón desvaído. Todo es reconocible. La tapia que da al sur está desportillada, dando facilidades a las alimañas del campo. Ha desaparecido el saúco que cubría el pozo. Todo está cubierto de hierba y de matojos. Ni rastro de los lilos. En la pared de la izquierda están rotas las cuerdas donde mi madre tendía la ropa. Voy con cuidado. Entre la maleza se esconderá alguna víbora. Es inútil buscar fruto en los ciruelos del rincón. Las parras sin podar, asilvestradas, arrastran sus ramas por el suelo. No hay tablas de alubias ni surcos de patatas; no quedan eras de fresas, ni puerros, ni tomates... Me rindo, es suficiente. Me abro paso entre el yerbazal. Las cigüeñas crotoran en la torre. Al salir chirría la puerta oxidada.