Con su permiso

Hurtar lo que somos

En la última década hemos pasado de 65 millones de desplazados en 2016, a casi 120 en 2023. Y esto sigue.

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IlustraciónPlatónLa Razón

Noëlla tiene 26 años y está en el último curso de Comunicación en la Universidad de Lusaka, en Zambia. Es congoleña y refugiada desde hace más de dos décadas. Hoy la protagonista de esta página semanal no es una persona imaginaria que asiste al espectáculo de la vida pública y expresa con mayor o menor precisión la impresión de quien esto firma. Noëlla no es ficción, ni lo es su historia, ni su lucha, ni su esfuerzo, ni las más de 9.000 personas que, como ella, están estudiando por todo el mundo gracias a las becas DAFI de ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados. Estudia Comunicación porque desde pequeña «quiere ser la voz para los que no tienen voz; la gente puede tener una mala percepción de los refugiados, pero refugiado es solo un estatus. Todos somos seres humanos iguales».

El mundo asiste entre expectante e inquieto a los primeros pasos de lo que tiene toda la pinta de ser una nueva era de las relaciones internacionales, marcada por la revisión de normas a la que está dispuesta la nueva administración norteamericana, armada con el sustento moral y económico de quienes proyectan desde las grandes empresas tecnológicas una sociedad a su medida que han empezado ya a diseñar y explotar. Un mundo sin voluntad de corregir desigualdades ni ambición de solidaridad universal. Un mundo en el que el discurso del populismo se sobrepone a la vieja idea del capitalismo liberal, democrático y con ambición igualitaria, que no fue capaz de construir algo nuevo e ilusionante, herido tras las crisis de este siglo. La globalidad hoy es internet y los algoritmos de las corporaciones que enredan nuestras relaciones. Frío y distancia. Control y fronteras. Aranceles y no a la emigración. Negacionismo climático y alegría fósil. Mensajes cortos e impresiones viscerales. Todo urgente, todo ya. Soluciones simples para problemas complejos. Que se jodan los pobres y las víctimas de las guerras. Serán aún más parias. Los parias de los parias.

Negar la realidad no la hace desaparecer. Este auge de la mirada ramplona convive con el aumento de problemas que no quiere contemplar porque no tiene solución de frasecita en X.

Según la ONU una de cada cien personas en todo el mundo es refugiada o desplazada. Y en los últimos años está aumentando escandalosamente el número de hombres, mujeres y niños a quienes guerras o hambrunas o desastres climáticos expulsan de su tierra y su país. Más de 43 millones el pasado año, según datos de ACNUR. Y hay además seis millones de personas que necesitan protección internacional en sus propias casas. Países como Afganistán, Sudán o la República Democrática del Congo, de donde tuvo que huir Noëlla con su familia cuando era niña, están en crisis humanitaria permanente.

En la última década hemos pasado de 65 millones de desplazados en 2016, a casi 120 en 2023. Y esto sigue.

«Detrás de un refugiado hay un padre, una madre y una persona joven que tiene la capacidad de contribuir al bienestar de las comunidades. No deberían ser despreciados». Eso dice Noëlla. Y no debería clamar en el desierto.

Esta verdad no se puede ni se debe esconder. Mucho menos ahora. En tiempos de simplificación de eso que se llama relato, es importante seguir alimentando la corriente de la empatía y la solidaridad. Porque son tan reales como lo es ese egoísmo simplón del populismo que tacha de blando al que escucha y estima que dedicarse a los demás es una forma de necedad como otra cualquiera y una incuestionable pérdida de tiempo. Porque son tan verdad o más que este mundo de fronteras y redes de relación metálica a cuyo nacimiento llevamos algún tiempo asistiendo y que ahora parece ser el destino universal de la Humanidad.

Los refugiados, como los inmigrantes, no llaman a la puerta por capricho. Huyen de la persecución, la muerte o la pobreza. Pero huyen. Como hicieron nuestros abuelos o tatarabuelos hace años, como hacen las víctimas de la guerra que tenemos cerca, aquí en Europa. Como podríamos hacer nosotros en cualquier momento en este mundo en crisis en el que el desequilibrio que se barrunta puede traer una fractura que acabe con el insólito e inusual tiempo de paz que viven las dos o tres últimas generaciones de Occidente.

Hemos olvidado lo frágiles que somos también nosotros, la sustantividad de nuestra condición de seres que necesitan de los demás y se esfuerzan en hacer felices a quienes aman. Estamos tan enganchados a los móviles, a la inútil vanidad de los me gusta, tan alejados de la verdad de nuestra naturaleza, que dejamos que nos gobiernen los malditos algoritmos, que nuestro tiempo y nuestra energía se vayan por el sumidero del interés de quienes nos gestionan como su modelo de negocio.

La llamada de Noëlla, su aviso para que recordemos que los refugiados son como nosotros, no deja de ser un toque de atención a la verdad de lo que con toda naturalidad estamos dejándonos arrebatar: nuestra verdadera condición.