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Jordi y el dragón

En Cataluña, pese a la pujanza de su industria editorial, el libro más importante, el libro de cabecera, sigue siendo el Libro de Familia

Hace cuarenta y ocho horas que se celebró en Barcelona el día de San Jorge. Las calles se inundaron de libros y rosas, desplazando a los coches por el centro de la ciudad: un sueño húmedo para Ada Colau. Ese sueño –por mucho que lo quiera capitalizar la alcaldesa– lo que sucede es que es muy anterior a ella. Es un viejo anhelo de la ciudad que se quiso culta, pero cabe preguntarse si es verdaderamente realizable más allá de un día al año.

Para la gran parte de catalanes inmunes a la cosmovisión separatista y folclórica, Sant Jordi es la verdadera Diada de Cataluña. Se constató una vez más su conspicua importancia incontestable por el hecho de que, al hallarnos en plena campaña electoral, todos los políticos desembarcaron de una manera casi obscena en los actos y eventos que orbitan en torno a la fecha. Los escritores foráneos, que vienen a maravillarse de una urbe rendida a los paseantes y a los libros, se mezclaron con los políticos locales hasta altas horas de la noche en una diversidad de encuentros tanto callejeros como nocturnos. Pero en todos esos encuentros se constató un hecho innegable: no se mezclaban. Eran como el agua y el aceite.

Sabe el cielo que lo que más me gustaría es vivir en un país liderado por los libros, que el contenido de esos libros se contagiara por capilaridad inevitable hasta las instituciones. Incluso la salud del gremio editorial me parece fundamental para salvar a mi terruño del sectarismo, del primitivismo dogmático. Pero, por ahora, hay que reconocer que, en Cataluña, pese a la pujanza de su industria editorial, el libro más importante, el libro de cabecera, sigue siendo el Libro de Familia. Cada familia, artistas o gestores, posee sus códigos, su pelaje, sus complicidades y reconocimientos. Y continúan mirándose de lejos, por mucho que coincidan en el puesto callejero o en la barra del bar.