Quisicosas

Lázaro

Dice el Evangelio que el hombre no puede nacer de nuevo, pero yo he parido a los 58 años un joven de 32. Y a esta edad imprudente se me han regalado alborozos de madre primeriza

Ojalá se pudiese amanecer cada día como el primero del mundo, con la sorpresa de Adán por el cielo inaugural y la luna recién estrenada. Con el frescor de las cosas nunca holladas. Con el brillo de lo nuevo ante los ojos y las yemas de los dedos. Es inevitable que la vida aparezca recubierta por el visillo, un poco arrugado, de lo conocido y que demos por supuesto el mundo, como damos por obvia la luz de la pantalla cuando encendemos el ordenador. Lo malo es que eso impide la curiosidad, no hay peor cáncer que creer saber las cosas.

En estos días en el hospital, me pregunto por la mirada de Lázaro, cuando salió de aquella tumba en la que lo habían depositado hacía días; digo yo que no pudo dar por sabidos los rostros de sus hermanas, Marta y María, o las lágrimas de su amigo Jesús. Que, aún siéndole familiares, le fue dado maravillarse al reconocerlos de nuevo en el vano brillante de aquel agujero negro.

A veces, quien sobrevive a un accidente que debía haber sido letal recibe ese regalo. Tras un traumatismo severo, mi hijo entreabrió los ojos y formó la palabra mamá con los labios, sin emitir sonido alguno. Fueron apenas dos golpes de aire bilabial, discutimos si realmente lo había dicho, pero yo lo supe con la misma certeza que reconocía su manera rápida y rechoncha de andar cuando era bebé. Antes, hubo una tarde emocionante en que movió un dedo. Luego, fueron una mano y una pierna. Es difícil describir lo vertiginoso que fue verle comer un primer yogur tras la traqueostomía. O lo insospechado de que cogiese un vaso. O el impacto del día que leyó despacio el título de un libro. Lo hemos visto nacer una segunda vez ante nosotros.

Esta semana conversábamos sobre él en el chat familiar, expresando cierta preocupación, cuando de repente apareció su nick en la pantalla y escribió: «No pasa nada». Me quedé sin respiración. Había recuperado su capacidad de usar el móvil.

Cebarlo con roscón estas Navidades, verlo con los bigotes cuajados de nata, ha sido un placer asiático. Definió su primer muslo de pollo asado como «un festín». Tal vez camine la próxima semana. Atónito, escucha el relato del accidente, que su mente ha borrado. Recupera el sentido del humor, la pronunciación de las palabras atascadas, el recuerdo. Dice el Evangelio que el hombre no puede nacer de nuevo, pero yo he parido a los 58 años un joven de 32. Y a esta edad imprudente se me han regalado alborozos de madre primeriza, como a Sara, mujer de Abrahán, o a la vieja prima Isabel, madre de Juan el Bautista. No hay nada imposible.