El bisturí
Liquidar a los rivales para perpetuarse en el cargo
El Gobierno ha fagocitado al poder legislativo y ha tratado también de engullir el poder judicial
En el manual de estilo de todos los totalitarismos existe una regla de oro que prima por encima de todas las demás: la de que el fin justifica los medios, siendo el fin primordial perpetuarse en el poder. A lo largo de la historia, gobernantes de todo signo y condición han exprimido esa fórmula con mayor o menor intensidad, dependiendo de su grado de apetencia despótica. Fue probablemente Ovidio, el poeta latino que escribió la magnífica obra «Ars Amandi» (El arte de amar), el primero en formularla en el pensamiento occidental, al enfatizar que «exitus acta probat» («el resultado justifica los hechos»). Sin embargo, no fue este pensador el que pasaría a la posteridad por popularizarla y servirla en bandeja de plata a los cientos de dictadorzuelos que han pululado después por el mundo, sino que el honor lo capitalizó Nicolás Maquiavelo, quien, de forma sorprendente, y en contra de la creencia generalizada, no la reflejó literalmente en su excelso libro «De Principibus» (El Príncipe), sino que se limitó sólo a esbozarla, al asegurar entre sus líneas que si «el objetivo es importante, cualquier medio para alcanzarlo resulta válido». A estas alturas, nadie duda ya, ni los más devotos, que el principal objetivo de Pedro Sánchez es atrincherarse en el cargo. Lo era ya en los inicios de la pandemia, cuando acababa de asentarse en el poder, dando entonces sobradas muestras de ello, y lo es hoy aún más, pues el futuro judicial de sus más allegados y del partido que le cobija depende de ello. Los amagos que, ofendido con el mundo, hizo entre medias de irse no eran más que mascaradas, cortinas de humo, fuegos de artificio para tratar de reafirmarse en el poder. Puro teatro. Los medios para perpetuarse que muestra el manual de estilo de todos los totalitarismos son de sobra conocidos, y a todos ellos ha recurrido el hoy presidente del Gobierno durante su mandato. En este tiempo, el poder ejecutivo que encarna el Gobierno ha fagocitado al poder legislativo y ha tratado también de engullir el poder judicial, conquistando de hecho el Tribunal Constitucional y la Fiscalía General del Estado. En esta línea hay que encuadrar los intentos de maniatar a los jueces y de denigrar a los magistrados del Supremo que todavía se le resisten, como ha podido comprobarse con la reciente condena al infame Álvaro García Ortiz. Otra de las reglas básicas del manual despótico consiste en controlar empresas públicas, instituciones y todos los resortes anexos al Estado, situando al frente de ellos a personas afines y estómagos agradecidos fáciles de aleccionar y teledirigir. Mucho ojo en este sentido a los intentos que se están produciendo desde Moncloa para reconquistar la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), perdida para la causa desde el ascenso del dócil y obediente José Luis Escrivá. Todo este proceso se extiende también a lo que en derecho se conoce como entes intermedios, y que no son otra cosa más que sindicatos, asociaciones y movimientos supuestamente representativos de la población. No hay que olvidar tampoco el control de los medios de comunicación, silenciando a los díscolos, regando de dádivas a los afines y convirtiendo los públicos, sobre todo la televisión, en correas de transmisión de las directrices del partido. Si se adereza todo ello con una adecuada operación de propaganda, ya está el terreno sembrado para eliminar del mapa a los disidentes y a los opositores, que es lo que han intentado con Isabel Díaz Ayuso, con pésimos resultados hasta ahora.