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Tribuna

El manuscrito encontrado en Zaragoza

Solo dos años más tarde, el conde fundió parte de una tetera de plata para hacer una bala con la que se mató de un tiro en la boca. Al parecer, creía que se había convertido en un hombre lobo

El viernes se clausuró en Zaragoza el VIII Encuentro Internacional de Ocultura. Inaugurados en 2017, estos eventos públicos reúnen cada año a escritores, profesores, artistas e intelectuales para conversar sobre las muchas «caras B» de nuestra cultura asociadas a las creencias en lo mágico y lo sobrenatural. La edición que acaba de cerrarse no ha sido una excepción, y ha estado centrada en la figura del pintor aragonés Francisco de Goya. Y es que, a dos años de que se celebre el bicentenario de su muerte, la figura de Goya sigue rodeada de misterios. La premio Planeta Dolores Redondo los evocó ante seiscientas personas al explorar la influencia de la brujería en su obra, aunque fue Clara Tahoces, una de las últimas descendientes de la IX duquesa de Osuna -la que encargó al pintor la serie de los «asuntos de brujas» para su palacio del Capricho, en Madrid-, la que más a fondo se adentró en una mente que lo mismo defendía la Ilustración que se las veía con un país de aquelarres.

Más allá del torrente de visiones sobre Goya que desfilaron por Ocultura -como la del Dr. Monje Gil, que diagnosticó las terribles enfermedades maxilofaciales de sus modelos, que parecían atraer al genio como un imán-, me quedo con una incógnita literaria que me obsesiona desde hace años. En 1791, Jan Potocki, un noble polaco que recorrió Europa, Asia y el norte de África de punta a cabo, recaló en el Madrid de Carlos IV. Estaba de vuelta a casa, y en su retina aún relampagueaban las postales de una Alhambra en ruinas o de bandoleros atravesando Sierra Nevada. Su biógrafo, Edouard Krakowski, cuenta que acudió al estudio de Goya y que éste, en pocas pinceladas, le bocetó un retrato pequeño que se llevó como recuerdo. Años después, de regreso en Varsovia, pondría en orden sus notas de viaje y armaría una de las primeras novelas realmente modernas: El manuscrito encontrado en Zaragoza (1797).

El libro es, en el fondo, un remedo de Las mil y una noches. Cuenta la historia de un soldado napoleónico que, en 1809, recién terminado el sitio de Zaragoza, se tropezó con un manuscrito abandonado. Su relato se presenta como el diario de otro militar, un valón llamado Alphonse van Worden, escrito durante 66 jornadas de pesadilla, en las que sufrió toda suerte de lances sobrenaturales al cruzar Andalucía. La historia comienza en una venta camino de Jaén, en la que tropieza con dos moriscas que lo seducen, lo invitan a convertirse al islam y le dan un bebedizo que lo dejará traspuesto. En sueños se cruzará con cabalistas, demonios, astrólogos, sociedades secretas, genios y hasta vampiros, y durante cada una de aquellas jornadas, se debatirá entre lo real y lo irreal, ofreciéndonos escenas a cual más pavorosa.

Más allá de estos lances -quizá inspirados en los del propio conde Potocki en la región-, quedó siempre por resolver si su encuentro con Goya tuvo lugar de verdad, y si de él surgió el encargo de un cuadro. Las fuentes históricas no son concluyentes: lo mismo lo afirman que lo omiten, aduciendo también reuniones no documentadas con el también pintor Vicente López Portaña.

Antes del Encuentro de Ocultura hice algunas averiguaciones al respecto. Pregunté en la Biblioteca Nacional de Polonia si disponían de alguna información sobre este asunto, y me remitieron a varios artículos en los que se discutía la cuestión. Los más enjundiosos se centraban en un retrato en el que se ve a un Potocki con aire de «majo», bocetado a brochazos. Podría pasar por un Goya apresurado, pero un análisis de la revista Spotkania se detiene en la medalla que prende del pecho del conde y determina que pertenece a la Órden de san Vladimir, que Potocki recibió en 1802, mucho después de su aventura española.

Esta duda no ha impedido, sin embargo, que varias ediciones europeas de El manuscrito encontrado en Zaragoza lleven ese retrato en sus portadas, o que se lo vincule una y otra vez al maestro de Fuendetodos. En el fondo, es solo uno de los muchos misterios que nos legó el pintor. Seguimos, sin ir más lejos, sin saber el paradero de su cráneo, desaparecido cuando se exhumaron sus restos en Burdeos. No faltan los que ven en ese descuido la acción de los frenólogos del tiempo, que coleccionaban cráneos ilustres para estudiar el carácter humano. Incluso hay quien sugiere que la cabeza fue pulverizada en la Universidad de Salamanca, a manos del hijo de un pintor asturiano, Dionisio Fierros, que la convirtió bodegón para una de sus telas, anotando en la trasera que era la testuz de Goya. Ese cuadro, hoy, está -por azares del destino- en la misma ciudad en la que el ficticio oficial Worden dejó olvidado su Manuscrito.

Pero el enigma que nos ha legado Potocki no acaba ahí. El conde imprimió sus historias «zaragozanas» en casa, distribuyéndolas entre amigos. Una primera entrega -con las 13 primeras noches de horror- vio la luz en 1804, y una segunda, con el resto, en 1813. Solo dos años más tarde, el conde fundió parte de una tetera de plata para hacer una bala con la que se mató de un tiro en la boca. Al parecer, creía que se había convertido en un hombre lobo.

Extraño final para el custodio de una obra que hoy es un clásico de las letras polacas. Pura ocultura.

Javier Sierraes premio Planeta de novela y director de los Encuentros Internacionales de Ocultura

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