Letras líquidas

«Matilda», censura y dimisiones

El entorno que nos rodea se conjura para generar situaciones en las que es necesario discernir para exigir las correspondientes responsabilidades

Descubrir a los 40 que los «Oompa loompa» no son «hombres pequeños», asumir que ya no se puede desenmascarar a las brujas tirándoles del pelo para dejar al descubierto su calvicie oculta tras una peluca o aceptar que en mundos fantásticos no existen seres gigantes, feos o bestiales equivale a desmontar una infancia felizmente construida sobre los cimientos de «Charlie y la fábrica de chocolate», «Matilda» o «Las brujas». Así de absurdo se vuelve el abuso de la corrección política que, en su último capítulo, ha alcanzado a la obra del escritor, piloto de combate y espía Roald Dahl (cuya vida, por cierto, no resistiría escrutinios melindrosos) intentando reescribir su legado. Ya no habrá rastro de gordos, calvos o cajeras de supermercado, reconvertidas en brillantes científicas, en sus historias. Más allá del debate sobre la libertad de creación o los límites entre ficción y activismo, lo cierto es que las embestidas censoras que nos sacuden van perfilando con mayor claridad la sociedad que somos: una cada vez más desarmada y con menos criterio para distinguir lo correcto de lo incorrecto porque si ya no existe esa dicotomía ni en la fantasía, ¿cómo detectarla en la realidad?

Pero el entorno que nos rodea se conjura para generar situaciones en las que es necesario discernir para exigir las correspondientes responsabilidades. Y justo pensaba en eso cuando se anunciaron las dimisiones de dos cargos políticos por los errores en los trenes de Asturias y Cantabria y me resultó inevitable constatar la anómala relación española con el verbo dimitir que muchos ni se plantean conjugar, aunque sus leyes se atasquen y no entren por ningún túnel, como si nada pasara, porque siguen enrocados en tapar lo evidente, empeñados en que no veamos lo bestial ni lo feo para que nadie tenga que responder por ello. Y así, a golpe de censuras, forzados a habitar espacios artificialmente homogéneos, quedaremos tan infantilizados como si viviéramos en un cuento naíf y edulcorado. Nada que ver con los que escribió Dahl.