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Tribuna

Mucho cuidado con los viejos oráculos

En algún hueco del templo hubo, en tiempos, un surtidor de volutas sulfurosas que debía de enfervorecer a la Pitia que, en trance, leía las preguntas y recitaba sus vaticinios

Mucho cuidado con los viejos oráculosRaúl

Hace diez días el calor parecía que iba a derretir los riscos del monte Parnaso. Las paredes verticales que tenía ante mí protegían, con la solemnidad de siempre, uno de los más sagrados lugares de peregrinación de la Historia. Ahora sabemos que lo es desde el Neolítico, aunque la huella más visible de su uso data del siglo VIII a.C., cuando se levantó un templo a Apolo que, en cuestión de siglos, se convirtió en la sede del más respetado oráculo griego. En su interior, una sacerdotisa, la Pitia, recibía las preguntas que cientos de peregrinos inscribían en tablillas de cera o barro, y las respondía con frases ambiguas, supuestamente dictadas por el mismísimo hijo de Zeus. Consultarla no era gratis. Los que recurrían a sus servicios pagaban una cantidad de dinero, junto a una torta de cereal y una cabra, y si, tras la espera, la resolución del oráculo era satisfactoria, el cliente -a veces en nombre de militares prestigiosos, ciudades o islas del Egeo- hacía una ofrenda final: la agálmata. Era lo más parecido a los exvotos que encontramos en algunos santuarios católicos modernos.

Pues bien, este artículo es mi agálmata a la consulta -no sé si imprudente- que hice el pasado 1 de agosto a lo que queda del viejo oráculo.

Viajé a Delfos con mis hijos adolescentes, Sofía y Martín, para enseñarles el lugar. Nuestra idea era recorrerlo a fondo, resistiendo los cuarenta y dos grados de bochorno y el ensordecedor estridular de las chicharras. Llegamos a los pies del viejo templo de Apolo exhaustos y bañados en sudor. No íbamos a entretenernos mucho. La plaza había sido diezmada por los siglos y allí solo quedaban en pie seis columnas de mármol. Frente a lo que un día fue el acceso al cubículo de la Pitia, examinamos la réplica de la columna de bronce con forma de serpientes enroscadas que los habitantes de Atenas entregaron como agálmata en algún momento del siglo II o III a.C. Fue entonces cuando les pedí que imaginaran algo que los arqueólogos han sido incapaces de demostrar aún: que en algún hueco del templo hubo, en tiempos, un surtidor de volutas sulfurosas que debía de enfervorecer a la Pitia que, en trance, leía las preguntas y recitaba sus vaticinios.

“¿Pero cómo lo hacía, papá?”, me preguntaron los chicos. “¿Era como una borrachera? ¿Un trance?”. “¿Y cómo se sabe lo que respondía? ¿Es que también lo escribía?”

Por suerte, para esa visita había refrescado lo que contaron fuentes históricas como Plutarco -sacerdote en Delfos en el siglo I d.C.- o Pausanias -que lo visitó y describió al detalle hace mil ochocientos años. La sibila se escondía en una sala, el Adyton, donde “recibía” la respuesta para la que la habían contratado, y la entregaba a los consultantes en otra estancia, el Oikos, a veces por escrito.

“¿Y dónde están esas salas?”, me martillearon.

No pude responderles. El estado de las ruinas es tan deplorable que solo se pueden hacer conjeturas. Pero, entonces, se me ocurrió algo. Les pedí que me siguieran hasta la parte de atrás del templo. Dos pinos solitarios regalaban su sombra a un banco de madera vacío. Les ordené que se sentaran en él y que imaginaran que el oráculo aún estaba en funcionamiento y podían pedirle un último servicio. No teníamos una cabra que entregar, ni tampoco una torta, pero investido en el papel de intermediario de Apolo, les propuse un ejercicio de bibliomancia.

Martín y Sofía me miraron atónitos. “¿Biblioqué?”. Les expliqué entonces que existía un método bastante simple de adivinación, usado desde tiempos remotos, que consistía en buscar, al azar, en las páginas de un libro, una frase que respondiera a una pregunta lanzada al aire. La bibliomancia era una suerte de “Pitia de imprenta” y se ha practicado durante siglos con ejemplares de La Eneida de Virgilio. Macrobio, en el siglo IV d.C., mencionaba esta práctica como sortes virgilianae. Había varias formas de ejecutarla: o abriendo aleatoriamente el texto y acudiendo a la primera o última frase de la página elegida, o dejando que el viento hiciera ese trabajo por nosotros.

Yo llevaba conmigo un ejemplar de mi última novela, El plan maestro. No era La Eneida, cierto, pero me daba cierta autoridad para usarlo allí, así que pedí que garabatearan su pregunta en un trozo de papel, al que añadirían un número aleatorio entre el 1 el 502 -las páginas de mi libro-, y otro entre el 1 y el 33, por las líneas de cada una de sus páginas. Lo hicieron. Sofía preguntó algo sobre qué carrera debía elegir cuando acabara su bachillerato a lo que, para irritación suya, en dos ocasiones, sus coordenadas terminaron estrellándose contra una página en blanco y otra que no contenía el número de línea solicitado. Lo de Martín fue más raro aún. Él quiere ser astronauta. Está a punto de empezar ingeniería aeroespacial, y su pregunta orbitó en torno a su vocación. Sus números lo llevaron a una frase extraña: “Apolo busca sacarlo de sus casillas porque eso le divierte”, leyó. Nos quedamos estupefactos. Apolo solo se menciona ocho veces en el libro. Ocho menciones en un texto de cien mil palabras. ¡Y ese era el dios del lugar! “¿No será esto una advertencia, papá?”, me miró con preocupación. Y yo, sabiendo que los dioses son burlones, cerré el libro y di por concluido el oráculo.

No lo prueben si no tienen sangre de Pitia. Por si acaso.

Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.