Tribuna
Napoleones del caos: ¿Trump y Milei?
¿Quieren jugar a ser Napoleón? Bien. Pero recuerden esto: «De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso». Y ese paso, a menudo, lo impone la historia con brutalidad implacable.
En su inagotable modestia, Donald Trump se calzó el bicornio y se comparó con Napoleón, repitiendo una frase atribuida al emperador: «Quien salva a su país no viola ninguna ley». En la mente de Trump, la historia no es más que un espejo en el que él siempre es una imagen superadora.
Imitador o imitación, Javier Milei no se proclama emperador, pero se asume como un héroe en la misión de rescatar a Occidente del yugo socialista. Pero si vamos a jugar con la analogía, hagámoslo bien: ¿estamos presenciando generales triunfantes en Austerlitz o exiliados que terminan escribiendo memorias encerrados en la isla de Santa Elena?
Porque si Napoleón nos enseñó algo –y la historia generalmente lo hizo– es que el problema de sentirse ungido por el destino es que tarde o temprano la realidad se encarga de desmentir. Pero tranquilo, lo sé. Nada está aún dicho… peeeero, cuando los que fanfarronean ser patriotas redentores empiezan a jugar con excusas, es difícil no preguntarse qué batalla creen estar ganando.
Veamos.
El mercado es un amante voluble. Después de todo, es fácilmente seducido y se entrega a las promesas de éxito, a las historias de los elegidos que profesan tener los secretos de la prosperidad material. Pero cuando la realidad entra por la puerta, el encanto suele esfumarse como un suspiro por la ventana. Y hoy día, Donald Trump y Javier Milei parecen haber llegado a ese viraje donde la fe se convierte en algo terrenal.
Trump lo sabía. Alcanzaba con contar las glorias de su primer mandato, esos años cuando se suponía que el dinero era una especie de ave libre y los mercados parecían doblegarse ante sus absurdos e infalibles instintos inversores. No necesitaba economistas para volver; necesitaba agallas. No planes con detalles, sino aranceles y bravuconería. América estaba en declive porque la gente equivocada estaba a cargo. Él era, como siempre, la respuesta. Así llegó.
Sin embargo, algunas cosas ya comienzan a torcerse –más temprano de lo esperado. No todo va tan bien. Su regreso apenas genera susurros y los mercados, en lugar de dar la bienvenida, confirmaron esta semana cierto desconcierto. El lunes pasado, el Dow Jones cayó casi 900 puntos, el Nasdaq un 4% y el S & P 500 un 2,7%. Pero, como ha demostrado la historia, cuando Wall Street se asusta, el mito de un líder a menudo comienza a desinflarse.
Los mismos inversores que ayer aclamaban a Trump como el cofre de oro al final del arcoíris hoy miran con sospecha sus órdenes ejecutivas, sus amenazas a los aliados y su toma de decisiones improvisada. La recesión ya acecha su narrativa. Incluso, hasta el absurdo de posar en la Casa Blanca para apuntar la ventas de los Teslas de su socio Elon Musk.
Y Trump, curiosamente, ni siquiera intenta ocultarlo. «Algunas de mis decisiones harán daño», admite con un encogimiento de hombros. Y reconoce turbulencias antes de la «edad dorada», como si los problemas solo fueran una medicina amarga que la economía se ve obligada a tragar sin protestar. Pero el votante no siempre tiene paciencia para tratamientos prolongados. Hace unos meses, pensaban que era un genio del crecimiento. Ahora, el 27,4% teme que su propia economía empeorará el próximo año. Y es entonces cuando la duda empieza a surgir.
En el otro extremo de ese continente, en una historia de giros casi simétricos, Javier Milei navega por su propio laberinto de expectativas. Hay una diferencia fundamental: no llegó para restaurar una edad dorada, sino para reconstruir una completamente arruinada. Encauzar la economía argentina no era suficiente. En un debate presidencial de octubre de 2023, dijo que sus reformas permitirían a Argentina alcanzar niveles de vida similares a los de Italia o Francia en 15 años, a los de Alemania en 20 años y a los de Estados Unidos en 35 años.
¿Y quién se atrevería a discutir con él? Alguien con un ego envidiable. Vale la pena señalar sólo que esto fue en su discurso, en junio de 2024, durante una visita a Praga, cuando el anarcolibertario dijo que estaban «reescribiendo gran parte de la teoría económica» y que, si sus esfuerzos tenían éxito, «probablemente deberían otorgarle el Premio Nobel de Economía».
El libertario que señala con el dedo se deleita con su retórica incendiaria, su desprecio por la «casta» y su creencia casi religiosa en el mercado. Si Argentina estaba en problemas, era porque muchos de ellos habían pasado tiempo erigiendo barreras al crecimiento genuino. Pero, como dicen, el mercado no sabe de lealtades. Aclama a los predicadores, pero si la cosecha no llega rápidamente, comienza a pedir cuentas.
Y ahí está Milei, firmando un decreto que le permite eludir al Congreso y negociar con el FMI sin interferencias. Esto cuando la institución financiera exige que salga con voto de la casta parlamentaria. Para un hombre que aborrece la burocracia, recurre, en paradoja, a un atajo administrativo para evitar obstáculos. La medida no aborda la urgencia, solo estira los plazos. El tiempo, al igual que los dólares, también escasea en Argentina. Pero si todo va según lo planeado, ¿cuál es la necesidad de una maniobra de emergencia? ¿O es que los números no cuadran del todo y el oxígeno financiero se está agotando?
La devaluación corre tan rápido como sus memecoins… o como las sospechas en el «criptogate». Incluso los economistas que Milei desprecia como «keynesianos fracasados» coinciden con los «ortodoxos» en que el peso argentino está sobrevaluado. Es por esto que el acuerdo con la entidad financiera internacional está al caer, unas 20.000 millones de razones (y dólares) para evitar una devaluación que le complique las próximas legislativas.
En un escenario de disminución de confianza, la sabiduría de la estampida suele seguir su curso. Y en una estampida financiera, a diferencia de la oratoria política, rara vez hay una segunda oportunidad para recuperar la confianza.
Pero si hay algo que Trump y Milei hacen mejor que nadie, es el arte de la sorpresa. Son «napoleones» para un tiempo en que lo único seguro es lo improbable. La política, después de todo, es un juego de tiempos. Aún no han perdido la batalla, pero están en ese momento discordante cuando las reglas conocidas, si es que todavía existen algunas, comienzan a cambiar sin previo aviso. Y lo interesante es que ambos entienden que la fe puede ser una cosa poderosa. Capitalizan sobre ella y la convirtieron en la base de sus proyectos.
Pero la fe, sin resultados, comienza a desmoronarse. En los mercados, como en la política, el peor sentimiento de todos no es la ira ni la decepción. Es la incertidumbre. La pregunta no es si el hechizo se desvanecerá. Es si pueden hacerlo antes de que el pueblo vea al emperador desnudo.
Tal vez Trump y Milei necesiten apartarse de sus epopeyas individuales y leer la carta que Napoleón mismo -o, al menos, su versión burlona, cortesía de Evelin Ruhnow- les enviaría desde el más allá. En una pieza brillante en Der Spiegel, Ruhnow imaginó al emperador escribiendo a Trump para advertirle contra la ilusión de la eternidad. Y si el original tuviera algo que decir a estos discípulos del caos, es que el éxito sin estrategia es solo una grandiosa impostura.
¿Quieren jugar a ser Napoleón? Bien. Pero recuerden esto: «De lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso». Y ese paso, a menudo, lo impone la historia con brutalidad implacable.