Tribuna

Mi ordalía de fuego en Teruel

La provincia de Teruel es un microuniverso de singularidades maravillosas

Mi ordalía de fuego en Teruel
Mi ordalía de fuego en TeruelBarrio

Una enorme lengua de fuego se levanta frente a la iglesia de Estercuel, un pueblo turolense de doscientas almas bajo la sierra de Sant Just. La llamarada se agita en la enorme pira de pino y aliagas que han levantado sus vecinos, y que tiene la altura de una casa de dos pisos. «Tienes que pasar al lado, lo más pegado que puedas a los troncos». Miro estupefacto a mi interlocutora, que me tiende unos guantes ignífugos. «No te preocupes, tú corre», me dice, «el fuego de La Encamisada no quema». Marta Herrero, nacida en el pueblo, me explica el origen de lo que estoy a punto de vivir: «Al parecer esto empezó a celebrarse en la corte de Felipe IV como recuerdo a una escaramuza de los tercios, que aprovecharon la niebla para atacar en camisas blancas a sus enemigos. Lo de asociarlo a las hogueras de san Santón vino después».

España está llena de celebraciones de origen incierto. La Encamisada lo es. Se trata de una celebración de enero, un exorcismo al frío y una invocación al Sol. Pero lo de levantar quince hogueras en puntos estratégicos del pueblo para que todo el mundo pase junto a las llamas, tiene más de ceremonia iniciática que de recuerdo militar. La adrenalina se dispara. Las chispas, el calor sofocante –pese a los cero grados que caen con la noche– y el humo, me recuerdan que hay riesgo. En Estercuel, durante las horas que dura el rito, voy tomando nota de todo, intentando encontrarle sentido. «¡Que el fuego de La Encamisada no quema!», insiste el alcalde cuando tropezamos en plena calle. Me cuenta que siempre hay una dotación de Protección Civil y de bomberos cerca, «pero nunca la hemos necesitado». Me cuesta creerlo mientras vigilo un viento cargado de virutas ardientes que baila entre balcones y tejados. «¿Lo ves?», me dice Marta, señalándolo. «¡No quema!». Al poco, las dulzainas anuncian la salida del estandarte de san Antón de la iglesia –que también lleva años sin chamuscarse– y se varea la primera de las fogatas. Una procesión de tederos se acerca a la madera bendecida para ser encendidos y trasladar esas llamas al resto de piras.

Hay algo de «fuego sagrado» en el acto. James Frazer habría visto en esa coreografía el eco de ritos prehistóricos para invocar el crecimiento de las mieses. Yo, en cambio, arrastrado al límite de las hogueras por Marta, solo pienso en las antiguas ordalías. Fueron aquellas unas pruebas implementadas por la Inquisición que determinaban si un reo acusado de brujería merecía condena o indulto. Si este se acercaba a una llama y no se quemaba, demostraba su inocencia. En época de santo Domingo de Guzmán, la «técnica» se aplicó incluso a los libros sospechosos. Si al arrojarlos a una hoguera resistían al fuego, se consideraban textos aceptados por Dios. Lo normal era que las ordalías acabasen en tragedia, pero en Estercuel, me recuerdo, «el fuego no quema».

La provincia de Teruel es un microuniverso de singularidades maravillosas. Sus doscientos treinta y seis municipios, la mayoría de escasa población, incuban tesoros culturales increíbles. En Estercuel cuesta acceder a la red 3G –y no digamos a una superior–, pero a cambio puede disfrutarse de uno de los cielos nocturnos más limpios de la Europa continental. A solo cuatro kilómetros de las hogueras se levanta el monasterio mercedario del Olivar. Lo hace sobre unas tierras que, en el siglo XII, fueron testigos de una aparición de la Virgen que dejó un arraigado culto a una imagen morena, chamuscada, como tantas otras «negras» o «morenetas» del país. La noche anterior a mi ordalía, fray Fernando, el prior del monasterio, volvió a hacer gala de su conocimiento del cielo, impartiéndome una clase magistral de astronomía bajo un manto de luceros que daba vértigo solo de mirarlo. No era la primera vez que atendía sus explicaciones. Lo hice en septiembre, en compañía de Raúl Torres, uno de los fundadores de PLD Space, la primera empresa privada española que construye cohetes para salir de la Tierra. Y en ambas citas sentí la misma congoja al saberme incapaz de abarcar, de numerar siquiera, esos «fuegos mayores» que flotan a años luz de nosotros.

«Deberíamos mirar al suelo con la misma admiración con que escrutamos el cielo», murmura a mi lado uno de los asistentes al paseo. Me cuenta que en Estercuel han presentado esa tarde un libro, haciéndolo coincidir con las celebraciones de La Encamisada. Es un léxico que recoge 2.500 palabras endémicas de la zona, la mayoría fósiles de la lengua que se hablaba en la región antes de imponerse el castellano en el siglo XV, y que su autor, otro estercolino, Ángel Sancho, lleva décadas recopilando entre vecinos, familiares y fuentes documentales. La tarea se me antoja titánica. Su trabajo incorpora un millar de dichos o refranes locales, y ante ese patrimonio antropológico es imposible no preguntarse qué tiene ese territorio para alumbrar caracteres tan especiales.

Marta, la mujer que tira de mí hacia las hogueras para que el fuego me bendiga en la decimoquinta llama que cruzamos, lee en mis ojos la sorpresa. Ignora que lo que de verdad me asombra no es el fuego, sino darme cuenta de que la ordalía les ha indultado y bendecido a todos. Y que el año que viene, volverá a hacerlo. No salgo de mi asombro.

Javier Sierra es premio Planeta de novela y autor de "La España extraña" junto a Jesús Callejo.