El ambigú

La profecía de Orwell

La historia demuestra que los regímenes autoritarios han buscado siempre controlar el lenguaje

Al hilo de la polémica generada por el director del Instituto Cervantes en relación con la Real Academia Española me surge una gran preocupación sobre lo que, al margen de la polémica, pueden significar algunos intentos de intervenir políticamente en la lengua, en el diccionario y, en última instancia, en la manera misma de pensar y expresarnos. Lo que está en juego no es una disputa terminológica, sino la libertad lingüística de una comunidad que, a lo largo de siglos, ha hecho del español un patrimonio común, vivo y plural. El debate sobre el llamado lenguaje inclusivo es una de las manifestaciones más visibles de esta deriva. Bajo el loable propósito de promover la igualdad, se intenta imponer una forma de hablar que responde más a una determinada ideología que a la evolución natural de la lengua. «El pensamiento se corrompe con el lenguaje, y el lenguaje también puede corromper el pensamiento», escribió George Orwell en «1984», advirtiendo de los peligros del neolenguaje: un sistema verbal diseñado para restringir la capacidad de pensar fuera de los límites impuestos por el poder. Cambiar las palabras, decía Orwell, es una forma eficaz de cambiar la realidad mental de los ciudadanos. La lengua no se legisla, evoluciona con la vida, con el uso que de ella hacen los hablantes, con su capacidad de adaptación y su creatividad. Nadie «crea» el idioma, como recordaba Ludwig Wittgenstein, sino que «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». La RAE cumple un papel esencial en la preservación de esa libertad lingüística. No impone, orienta; no inventa, registra. Su lema –Limpia, fija y da esplendor– resume una vocación que ha sabido adaptarse a los tiempos sin renunciar a su misión. Frente a los que la acusan de inmovilismo, la RAE ha ido incorporando al diccionario los nuevos usos que surgen del habla cotidiana, reflejando la riqueza y diversidad de los millones de hablantes que conforman la comunidad hispánica. No hay, pues, institución más democrática que aquella que escucha al pueblo que habla y escribe. Intentar someter la lengua a los dictados de una ideología concreta es un gesto de soberbia política y cultural. La lengua española no pertenece a un gobierno sino a una comunidad global que trasciende fronteras y banderas. Pero quizá lo más inquietante no sea la imposición externa, sino el empobrecimiento interno del lenguaje. Las nuevas generaciones utilizan cada vez menos palabras, sobre todo verbos y adjetivos, sustituyéndolos por expresiones genéricas que sirven para casi todo: «full», «movida», «guay». Esta simplificación léxica empobrece también el pensamiento. Como advertía José Ortega y Gasset, «pensar es hablar consigo mismo». Si el vocabulario se reduce, si los matices desaparecen, el pensamiento se vuelve plano, binario, incapaz de la sutileza que exige la libertad. No se trata de una preocupación elitista. La historia demuestra que los regímenes autoritarios han buscado siempre controlar el lenguaje. Desde el neolenguaje orwelliano hasta las «palabras correctas» de las democracias tuteladas, el resultado es siempre el mismo: ciudadanos menos libres, más alienados, más dóciles. Por eso, frente a la tentación de politizar las palabras, conviene reivindicar la lengua como espacio de libertad. El español no necesita tutela ideológica ni vigilancia moral. Su fuerza está en la diversidad de sus hablantes y en su capacidad de reflejar la realidad con toda su complejidad. La lengua no es un instrumento del poder, sino un patrimonio de los pueblos. Su evolución debe ser libre, guiada por el uso y no por el decreto. Porque cuando se empobrece el lenguaje, se empobrece también la libertad. Y si algo nos enseña Orwell, es que la libertad comienza y puede terminar en las palabras.