Tribuna

Progresismo: riesgo para el patrimonio cultural

La gente consideraba suyos los edificios que se destruían y las obras de arte que se quemaban. Y sentían que con aquellas destrucciones desaparecía parte del alma colectiva con la que se sentían identificados, que les constituía

Hace pocas semanas, la prensa sevillana se ha hecho eco del hallazgo de unas significativas ruinas en el centro de la ciudad. Se trataba del ábside y los muros perimetrales de la gloriosa iglesia de San Miguel, una de las más extraordinarias joyas del mudéjar español, construida en tiempos de Pedro el Cruel.

No desapareció como consecuencia de un terremoto, ni de una catástrofe. No. Tuvo lugar durante la revolución de 1868, «La Gloriosa». Y fue la Junta Revolucionaria de Sevilla, formada por los progresistas, la que decretó su arbitraria destrucción, entre otros 47 templos hispalenses. Entregada de forma inmisericorde a la piqueta, a pesar de la oposición de los vecinos y de otras muchas personas capaces de valorar tamaña maravilla. Después vino la especulación. Los solares que quedaron tras la destrucción se destinaron a satisfacer los anhelos «progresistas» de los beneficiarios del nuevo régimen. En este caso no existía el pretexto de las «turbas desatadas» o de la ira popular. Ahora eran las propias autoridades, las que perpetraban la usurpación y planificaban las destrucciones, a pesar de estar suficientemente informadas del valor de lo que destruían.

Este hallazgo nos refresca la memoria del terrible destino que ha sufrido el patrimonio cultural español a manos de las fuerzas políticas, que venían a «liberarnos del atraso, la ignorancia y la superstición».

Primero fue la soldadesca francesa, ebria de vino, progresismo e ilustración, como digna continuadora del jacobinismo que era. El terrible saqueo de Córdoba. La destrucción deliberada del mausoleo de los reyes de León en la increíble Colegiata de San Isidoro. La voladura del castillo de Burgos. Y tantas, tantísimas cosas más. Napoleón personalizó la primera gran oleada de destrucción y saqueo de una parte fundamental de nuestro patrimonio cultural.

Luego vino la revolución liberal, tan justa, benéfica e inevitable ella. Supuso otra ordalía para nuestro patrimonio. La división de los liberales entre progresistas y moderados permitió en varias ocasiones el gobierno totalitario de los primeros, que aplicaron sin cortapisas su programa de máximos. Sus excesos «ilustrados y modernizadores» se llevaron por delante personas y monumentos con un frenesí iconoclasta que para sí hubiese querido León el Isáurico (emperador bizantino, apóstol de la iconoclastia). Incontables monumentos, bibliotecas, archivos, órganos, imágenes y otras obras de arte fueron destruidos y/o saqueados. A veces llevándose por delante a las personas que los cuidaban. Como sucedió con el Monasterio de Poblet, que guarda en sus entrañas otra de las raíces sobre las que se asienta el frondoso árbol de nuestra frondosa historia: El mausoleo de los reyes de Aragón, joya del gótico explosivo. Fue incendiado por las «turbas liberales» durante el trienio revolucionario (1820 – 1823) que completaron su destrucción durante la revolución de 1834.

Pero esto no fue nada en comparación de lo que sucedió con la mayor agresión de la historia a la tradición y la cultura de todo un pueblo, de toda una comunidad, asentada secularmente en un conjunto de creencias y valores, básicamente de carácter religioso. Porque esto es lo que fue, en términos generales, la malhadada desamortización, impuesta de forma inexorable por la arbitrariedad de los gobiernos del Partido Progresista.

Sin duda existieron factores económicos de peso que justifican, al menos parcialmente, las decisiones tomadas. Sobre todo la gigantesca deuda pública, que se había producido como consecuencia del despilfarro borbónico. Pero también la necesidad de liberar la economía y la hacienda de las rigideces acumuladas por la ineficacia del antiguo régimen. Sin embargo, la forma en que se ejecutó fue desastrosa, miserable y corrupta.

Nada de lo descrito es comparable al coste que supusieron las dos grandes oleadas desamortizadoras que han recibido el nombre de los ministros que las impulsaron: Mendizábal y Madoz. La primera de ellas, comenzada en los años 1835 y 1836, se centró en los bienes tanto de los monasterios como en los del clero secular. Los costes humanos y sociales que produjo fueron altísimos. Expulsión de aparceros, subida abusiva de rentas a las tierras pertenecientes a los monasterios y un empobrecimiento general de los grupos más desfavorecidos de la población.

Pero hoy toca centrarse en la destrucción incalificable de patrimonio que se produjo. Joyas de la arquitectura, tanto religiosa como secular, malvendidas, cuando no abandonadas y saqueadas. Bibliotecas quemadas para hacer sitio. Colecciones invalorables de arte descuidadas y, finalmente, desaparecidas. Y todo ello ante la mirada de unas autoridades desdeñosas e indiferentes, que no podían desconocer la catástrofe cultural que se estaba produciendo. Que rechazaron tomar medidas de protección, incluso de muchos de los más valiosos de los bienes abandonados.

Por último estuvo lo que sucedió durante la República y la Guerra Civil. Otro asalto destructivo al patrimonio de nuestro pueblo. Y digo conscientemente pueblo, en lugar de patria o nación. Porque la gente consideraba suyos los edificios que se destruían y las obras de arte que se quemaban. Y sentían que con aquellas destrucciones desaparecía parte del alma colectiva con la que se sentían identificados, que les constituía. Pero esa es otra historia.