
Tribuna
Un prólogo cualquiera a la Feria del Libro
El «viaje del libro» es, en efecto, el del héroe

Llego a la Feria del Libro de Madrid con las suelas de los zapatos hechas polvo. Salí de casa el pasado 4 de marzo, rumbo a Bilbao, y todavía no puedo decir que he vuelto. Mi plan era presentar la nueva novela en la impresionante biblioteca de Bidebarrieta, con el responsable del Museo de Bellas Artes de la ciudad. Miguel Zugaza fue director del Museo del Prado cuando hace doce años publiqué El maestro del Prado –una aproximación a los misterios que rodean las obras clave de nuestra gran pinacoteca–, y en aquel tiempo fue cómplice del alumbramiento de una historia que ahora, al fin, he completado. Saludé a Zugaza con un abrazo, anticipándole que me esperaba un intenso «book tour» de presentaciones que me tendría dando vueltas por España justo hasta hoy. Y así ha sido. Acabo de pisar la Feria del Libro de regreso a Madrid, con cuidado de no derrumbarme. Las cifras de mi cuaderno de viaje estremecen: desde aquella tarde en Bilbao he estado en treinta ciudades, participado en 38 actos relacionados con El plan maestro, tomado 12 aviones y 19 trenes, realizado 20 viajes en coche y totalizando la friolera de 21.995 kilómetros. En este tiempo, he dado cuenta de cada uno de mis pasos en las redes sociales. Un día era Teruel, otro Burgos, al siguiente la Feria del Libro de Tomares, la de Badajoz, o un acto en Valladolid. En Elche cené con un centenar de lectores para explicarles cómo mirar el arte con ojos de niño –o de humano del paleolítico, que seguramente se parecen–, y en Talavera de la Reina, hace unos días, lograba que seiscientos alumnos de sus institutos de Bachillerato se olvidaran de la PAU por un momento y me acompañaran a un viaje virtual hasta el corazón del Jardín de las Delicias de El Bosco.
La experiencia ha sido intensa. No sé si muchos escritores se aventurarían a una campaña así. Quizá Julia Navarro, que vive en un «book tour» eterno desde que la conozco, o el trío «Carmen Mola». Como ellos, yo también he perdido el sentido del tiempo -ya no sé si mi abrazo a Zugaza ocurrió en el marzo de un año lejano, ni si los alumnos del IES Puerta de Cuartos de Talavera se presentaban a la selectividad ahora o el curso pasado-. He arruinado definitivamente mi dieta y olvidado lo que es ir al gimnasio para mantenerse en forma. La demandante energía de los lectores ha hecho que pospusiera casi cualquier otro compromiso que no fuera literario.
En el Sant Jordi de Barcelona, el pasado 23 de abril, fui dedicando ejemplares de mis obras por todas partes: en la recepción del hotel, a los taxistas o a los lectores que me acompañaban de puesto en puesto como si fuera una estrella de rock, mientras me preguntaban si la arquitectura de Gaudí tendría también un misterio digno de una de mis novelas. Aunque, por suerte, entre tanto torbellino ha habido algún momento de calma. Como aquel inesperado tropiezo en el bufet del Hotel Inglaterra de Sevilla con María Oruña. Ella acababa de publicar El albatros negro. Por un momento, nos olvidamos de nuestras respectivas promociones y nos pusimos a hablar de los misterios que nos fascinan a ambos. Fue ella la que, entre pistas de Nazca y bilocaciones de monjas del Barroco, me hizo caer en la cuenta de algo: que esto de los «book tours» tiene algo de rito. O mucho. Según Joseph Campbell, el rito es algo que surge durante el «viaje del héroe», que no es sino el camino que recorre el personaje de una novela cualquiera hasta que se transforma, y que vertebra lo mismo un mito que un thriller. Lo curioso es que se trata de algo que vive también el lector cuando elige un libro y recorre un trayecto –más largo o más breve– para que su autor se lo personalice antes de devorarlo. Y lo vive el librero que se desvela para organizar cada presentación como si fuera una misa de bautismo en la que presentar a un recién nacido. Y lo hace, cómo no, el autor que voluntariamente abandona el abrigo de su estudio y se expone a esta vorágine. Todos –concluimos María y yo en nuestro café– nos transformamos en ese camino. Ninguno salimos indemnes de él.
María es sabia. El «viaje del libro» es, en efecto, el del héroe. Uno que incumbe a toda la cadena que lo rodea. En mi caso, los 21.995 kilómetros de trayecto me han permitido recalar en puertos en los que he podido sincerarme con viejos amigos y ver cuánto me ha cambiado. Lo vi en los ojos del escritor Martí Gironell en Barcelona; en los del cazamisterios José Gregorio González en Tenerife; en los del doctor Florencio Gil en Badajoz, que me enseñó a ver malformaciones maxilofaciales en las caras de las pinturas negras de Goya, o en los del poeta Defreds, en un coche camino de Extremadura.
Alcanzo, pues, el parque del Retiro de Madrid, con el alma transmutada. En el camino han caído siete de los rotuladores que uso para las firmas, se ha resentido la muñeca de las horas de dedicatorias y he acusado el cansancio, cuidando de no dejárselo ver nunca a los lectores. Pero ahora que encaro su sublime Feria del Libro –¡oh, paradoja!– solo pienso en renovar mis zapatos.
Cosas de héroe de papel, supongo.
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela. Sus firmas para la Feria del Libro de Madrid están en JavierSierra.com
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