Tribuna

¿Qué Sol bailó en Fátima?

Ninguna supuesta aparición de la Virgen se había descrito de ese modo antes

El día amaneció cubierto en la remota aldea portuguesa de Cova de Iría. Era octubre, como hoy. Hace ciento ocho años, las lluvias de la noche anterior habían encharcado la dehesa, y la colina con el árbol sobre el que decían que se había aparecido la Virgen se antojaba inalcanzable. Al alba, miles de personas, la mayoría campesinos con sus familias, acompañados de enfermos y críos, se ensuciaban las albarcas en el lodazal. Había periodistas merodeando el lugar. La supuesta Virgen había anunciado un milagro para aquella mañana de sábado y la prensa del momento -afín al gobierno anticlerical de Bernardino Machado- no quería perder la oportunidad de burlarse de la Iglesia y de su analfabeta feligresía.

En aquel momento, aunque se lo hubieran puesto en las manos, casi nadie habría podido leer el Inquérito Paroquial que el padre Manuel Marqués Ferreira había redactado sobre las visiones que tres niños habían tenido de una «forastera misteriosa». Lucia tenía 10 años, y sus primos Jacinta y Francisco, 7 y 9. «Dice Lucia», escribió Ferreira, «que la Señora que han visto tenía poco más de un metro de altura y estaba vestida de blanco. La falda era blanca y dorada, con cordoncillos a lo largo, atravesados, y era corta, esto es, no descendía hasta los pies. El abrigo también era blanco, no dorado. Un manto blanco, que desde la cabeza descendía hasta el dobladillo de la falda…»

Los periodistas enseguida se temieron lo peor. El mal tiempo iba a arruinarles el espectáculo: si los nubarrones descargaban sobre la multitud, esta se disolvería y se quedarían sin la satisfacción de ver cómo fallaba el anuncio de que ese día la Virgen obraría un gran milagro. Para no irse de vacío, tomaron algunas placas del pequeño mar de paraguas que empezaba a desplegarse ante ellos y aguardaron a que escampase.

Las crónicas que escribirían más tarde cifrarían la multitud en unas setenta mil almas. Escondido entre ellas, deambulaba un clérigo de gesto adusto, lentes redondas, apuesto, de ciudad, al que llamaban José Nunes Formigâo. Había sido enviado por el obispo de Leiria para investigar lo que sucedía allí desde el 13 de mayo. A esas horas ya había hablado con los pequeños, y en sus anotaciones -que he podido consultar en un convento cercano al moderno santuario de las apariciones- se asombra de que sostengan que la «Señora» tenga quince años «como mucho». Algunos detalles no le encajan.

-¿Pudiste verle bien el rostro? -le pregunta a Lucia.

-No pude, porque hacía daño a los ojos.

-¿Y tú pudiste verla bien? –se dirige a Francisco.

-Pude mirarla, pero poco, por culpa de la luz.

-La veía en medio de un resplandor. Era muy cegador. De vez en cuando me tenía que frotar los ojos –añade Lucía.

-¿Qué era más claro o brillante? ¿El Sol o el rostro de la Señora?

-El rostro de la Señora. La Señora era blanca.

-¿Ella caminaba como nosotros?

-¡No caminaba! No movía los pies –precisó el niño.

-¿Viste alguna vez a la señora bendecir, rezar o pasar las cuentas (del rosario)?

-No la vi.

Ninguna supuesta aparición de la Virgen se había descrito de ese modo antes. La falda corta, los pies sin calzado, la pequeña estatura o la mirada insostenible eran toda una novedad. Pero, por si aquellos detalles no fueran bastante, lo que estaba a punto de suceder aquel 13 de octubre elevaría el índice de extrañeza hasta un límite inédito. Hacia el mediodía, los nubarrones se despejaron. El Sol brilló sobre la multitud, secándoles las ropas. Y a decir de los testimonios recogidos después, el disco diurno empezó a temblar, a moverse en espiral, ascendiendo y descendiendo sobre el lugar. Nadie que no estuviera a esa hora en Cova de Iría lo vio. Y aunque pasado el baile -que no duró más de unos minutos- se quiso tildarlo de alucinación colectiva, incluso los periodistas tuvieron que reconocer que algo inexplicable acababa de suceder.

El «milagro del Sol» se tomó como prueba de la veracidad de las apariciones. La noticia llegó a la Santa Sede y todos los papas -hasta Francisco, que sepamos- se volcarían en el caso. Sin embargo, algo sigue sin encajar del todo. A finales de los ochenta del siglo pasado, la historiadora Fina d’Armada se dio cuenta de que lo que se empezó a venerar en Fátima no fue la imagen fiel de la Señora que habían visto los niños, sino una escultura de un taller de Braga que se había adaptado a partir de una efigie de Nuestra Señora de Lapa. Ni tobillos al aire, ni rostro de Sol. Incluso la bola de luz que dijeron sostenía la Señora había sido sustituida por un Sagrado Corazón. Pero ningún ajuste fue tan severo como el que se hizo con los sucesos del 13 de octubre.

Me he reunido con D’Armada y con su compañero de investigación, el profesor Joaquim Fernandes, en varias ocasiones, y nuestras charlas siempre han desembocado en el mismo interrogante: ¿qué clase de fenómeno deslumbró aquel día a los testigos de Fátima? «Fue algo de la baja atmósfera», decía Fina. «Solo hay sucesos equiparables de entidades luminosas de un metro, rostro radiante y asociadas a esferas voladoras, en la moderna casuística ovni», replicaba Joaquim. Yo sigo sin tenerlo claro, pero fiel a la efeméride, hoy vuelvo a desempolvar El secreto de Fátima que escribieron hace algunos años, solo para seguir alimentando mi duda. A fin de cuentas, como dice un viejo proverbio griego, «el que nada duda, nada sabe».

Javier Sierraes premio Planeta de novela y autor de La ruta prohibida