
Tribuna
Los quintacolumnistas del cielo
Las historias de forasteros misteriosos parecidos darían para conformar un género literario propio
Cuando Mark Twain murió en abril de 1910, dejó sin punto final un libro que había titulado El forastero misterioso. Su historia transcurría en Austria alrededor de un caminante que, un buen día, llegó a un pueblo cualquiera y comenzó a ganarse la confianza de sus vecinos contándoles historias exóticas. Los primeros en hablar con él fueron los niños de Eseldorf. Les estremeció que el extraño se presentara como Satanás, «sobrino del de la Biblia», pero los desconcertó aún más que empezara a regalarles vaticinios para sus familias y que estos se cumplieran con siniestra precisión. Es un relato que se oscurece por momentos. Las profecías se hacen cada vez más ácidas y, al poco, terminan tornándose en mortales.
Me crucé con ese Forastero misterioso mientras me documentaba para El fuego invisible (Premio Planeta, 2017). Andaba buscando un antihéroe para una trama que se levantaba alrededor de la creatividad y la sensación que tienen algunos autores de que las grandes ideas no son suyas, sino que les han sido dictadas por «algo» o «alguien» invisible. Twain llegó justo a tiempo, me sirvió para construir a los «malos» de mi novela, pero ahora se ha colado otra vez en el universo de mi nuevo trabajo, El plan maestro.
Lo que no pude imaginar en aquella primera lectura es que esa clase de visitantes existieran de verdad. Por increíble que parezca, se conocen cientos de historias sobre «extranjeros» que se presentan de repente en un lugar, anuncian alguna desgracia, y se volatilizan después sin dejar ni rastro. La mayoría nunca alcanzan las páginas de un libro, pero en 2011 la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares publicó una de esas consejas. Sucedió en el pueblo conquense de Casas de Benítez cuatro años antes de estallar la Guerra Civil. Según el trabajo del antropólogo William A. Christian -profesor visitante de las universidades de California, Berkeley y París-, corría el mes de mayo de 1931 cuando una de sus vecinas, Toribia del Val (apodada «la vaquera»), tropezó con un «señor con toda la barba» que se le presentó mientras recogía habas. Aquel tipo surgió de la nada, como el Satanás de Twain, y le pidió algunas de las vainas que había recogido. Mantuvieron una parca conversación sobre la falta de lluvia, y cuando estaban a punto de despedirse, el hombre le soltó algo que la descolocó: «Esta sequía suya es porque quieren», le dijo. «Saquen en procesión al San Isidro de Casas de Benítez, y con la Virgen de la Cabeza de Pozo Amargo, los unen en el sitio llamado La Poza… Le prometo que las cataratas del Niágara serán una simple regadera comparadas con lo que va a lloverles».
A la buena de Toribia le faltó tiempo para correr a contárselo a todo el mundo. Quizá no lo habría hecho de no haber visto al barbudo desvanecerse delante de sus ojos y convencerse de que aquella visita tenía que ser un milagro. Una señal. Sé que parece una historia sacada de la novela de David Uclés, pero no es un invento. Toribia convenció a su alcalde -un republicano ateo y poco dado a zarandajas-, y con él a los de los pueblos vecinos, para que se unieran a la procesión que le había pedido «el peregrino». La noticia de que la rogativa la había inspirado una aparición corrió por toda la comarca. Algunos creían que había sido cosa de San Isidro, otros de un ángel, un fantasma o de Cristo en persona. El caso es que gentes de Sisante, La Roda, Casas de Haro, Casas de Guijarro y sus contornos, se sumaron a la procesión, con la esperanza puesta en los cielos. Un semanario de izquierdas conquense, República, se hizo eco de los hechos en octubre de 1931. Gracias a él sabemos que la rogativa fue un completo fracaso. La investigación del episodio concluye que aquel remoto día no cayó ni gota de agua. De nada sirvieron las plegarias ni el encendido sermón del párroco de Pozoamargo, y Toribia regresó a casa entre avergonzada y confundida. Jamás volvió a hablar del tema. O no que sepamos. Seguramente, la proximidad al 14 de abril de 1931, día de proclamación de la Segunda República, y de la cercana quema de iglesias en ciudades como Madrid o Málaga, no fue el mejor momento para proclamarse vidente. Y el incidente se olvidó.
Leyendo sobre todo aquello, no se me quita de la cabeza el paralelismo entre el «diablo» inventado por Twain y el «hombre con toda la barba» de Toribia. Las historias de forasteros misteriosos parecidos darían para conformar un género literario propio. Los hay en la Biblia, como cuando Abraham recibe en su tienda a tres ángeles de aspecto humano. Y también los encontramos entre esos «dioses instructores» cuyas historias hablan de criaturas de aspecto humano que llegan a nosotros en el momento justo de cambiar nuestro destino. El dios babilónico Oannes, el andino Viracocha o el mesoamericano Quetzalcóatl, encajarían bien en esa categoría. No me siento capaz aún de defender su existencia real, pero tampoco lo contrario, aunque reconozco que Twain hizo muy bien en beber de ese arquetipo para su novela póstuma. Yo también lo he hecho para El plan maestro, y pienso seguir haciéndolo. Mi mirada poética quiere verlos como quintacolumnistas del cielo. Como ángeles con una misión. Otra cosa es que lo sean, claro. Quién sabe.
Javier Sierraes escritor. Su nueva novela habla de «forasteros misteriosos» y su influencia en el arte.
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