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Tribuna

«The pursuit of happiness»: una reivindicación de Epicuro

No hay que aparentar que buscamos la verdad, sino buscarla realmente. Sobre todo, hay que reír y, a la vez, buscar la verdad

«The pursuit of happiness»: una reivindicación de EpicuroRaúl

«Cuando ya no estaban los dioses y Cristo aún no estaba, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en el que sólo estuvo el hombre», escribió Gustave Flaubert en una carta que inspiró, años después, las maravillosas «Memorias de Adriano» a Marguerite Yourcenar. Yo no puedo evitar pensar en el epicureísmo como uno de los movimientos clave de ese par de siglos escasos a los que se refería. Aunque su origen es anterior, helenístico por más señas, como casi todo en el mundo romano, desde la literatura al pensamiento. ¡Cómo nos atrae ese mundo, desde la era de Alejandro a la de Augusto, con sus permanentes crisis y huidas hacia delante por sus semejanzas precursoras con lo de hoy!

Se ha escrito mucho sobre la vitalidad del estoicismo, pero es curioso que, en el fondo, fuera un pensamiento algo ajeno a esa raíz griega que iba en busca de la autonomía del hombre. Los cínicos, con su vuelta a la naturaleza, y los estoicos, con su sumisión resignada al «logos» o razón universal –tan incomprensible–, que lo gobierna todo, eran las otras dos corrientes en boga. Pero fue Epicuro, me parece, el primero que nos hizo realmente libres. Libres del miedo y la esperanza (tan mala esta como aquel para los antiguos). Y, ciertamente, nuestro mundo no sería posible sin el epicureísmo, aunque nos acordamos poco de él: no solo es el materialismo, el atomismo o la crítica a las oscuridades de la superstición, sino muchas cosas más. Epicuro es el epítome de un ideal: no busca el paraíso más allá, sino aquí, en la buena vida a través de la amistad y la dicha, el control de las pasiones y la liberación de los deseos; por ejemplo, el amor pasional, que tenemos tan idealizado en las ficciones –díganlo Madame Bovary y su autor– es, en su mayor parte, nocivo. Ha de ser domesticado como amistad: esto enseñan los antiguos.

Epicuro de Samos, de familia ateniense, fundó su escuela como un templo de camaradería, apoyo mutuo y buena vida. Lo llamó El Jardín. Allí admitió a mujeres y a esclavos en compañía filosófica, para escándalo de los bienpensantes de la época. Trató de enseñar que hay que «vivir bien» («eu zen»), tanto hermosa como justamente. No hay vida gozosa y placentera, decía, sin que sea sensata, bella y justa: vivida, en suma, conforme a la naturaleza (esto lo comparte con estoicos y cínicos, con diversos matices). Epicuro cuidó el legado de sus amigos muertos, legó sus bienes para viudas, huérfanos o esclavos y luego sus sucesores establecieron una fiesta feliz en su honor el día 20 de cada mes.

No es de extrañar que su obra y su figura fueran vilipendiadas por los poderosos en diversos momentos –tanto paganos como cristianos–, y que lo rechazaran estoicos o platónicos. Su visión de la realidad le granjeó no pocos enemigos. Se perdió casi la totalidad de sus cerca de cuatrocientas obras (sólo nos quedan unas cincuenta páginas), pero dejó una huella inmarcesible. Se podría decir, como vio hace poco Charles Senard en su libro «Carpe diem», que las lecciones esenciales del epicureísmo las transmitieron los poetas: pensemos, sobre todo, en los romanos Lucrecio y Horacio. Pero también en algunos estupendos epígonos como Rabelais y Montaigne. Y es que Epicuro es puro Renacimiento, como sugirió en su día Stephen Greenblatt, cuando el redescubrimiento del «De Rerum Natura» lucreciano durante el humanismo precipitó una nueva era de amistad ilustrada en el saber.

Sin Epicuro, en suma, no habría sido posible el mundo occidental, con una ética sin dioses en la que han de mandar la fraternidad y los derechos humanos, con una mirada personal hacia «the pursuit of happiness» (Jefferson tenía a mano a Epicuro, junto a los Evangelios, al redactar la Declaración de Independencia: «I too am an Epicurean»). Es crucial lo que nos propone el filósofo del Jardín. Nada menos que liberarnos de los miedos y los deseos que nos atenazan, de la esclavitud de las apariencias. Hay que dar la vida por los amigos –en esto parece un Cristo atomista o un Buda materialista– y liberarse de la cárcel de la rutina. El amor al dinero es impío, venga de donde venga. Ante cualquier deseo, pensemos en los males que puede acarrear: de los deseos, unos son naturales y necesarios (p.ej., la sed), otros naturales y no necesarios (el sexo) y otros ni naturales ni necesarios sino que resultan de una vana opinión (piensen ustedes). Hay que alejarse de estos últimos... y no enfadarse (que no hay tiempo). El sabio no hará política (¡qué lejos de estoicos y platónicos!) ni estará pendiente de lo que piensa la multitud. Hoy podríamos añadir: no mirará el móvil a cada rato (¡ni tendrá redes sociales!).

No hay que aparentar que buscamos la verdad, sino buscarla realmente. Sobre todo, hay que reír y, a la vez, buscar la verdad. La libertad consiste en deshacernos de bienes aparentes –como la fama, el dinero o los «likes»– y centrarnos sobre todo en la comprensión de lo que somos y lo que nos rodea. Esos son los únicos placeres puros. El dolor y la muerte están ahí, por supuesto, pero nuestra dicha se basa en ese único goce que nos proporciona el instante eterno y auténticamente deleitable: la comprensión de las cosas a través del aprendizaje. Ahí se parece mucho a Sócrates. Para un secuaz simplón de Epicuro, como el que suscribe, la consecución de la felicidad puede ser más fácil de lo que parece: hacer el bien y compartir –durante el tiempo que nos quede y en un «locus amoenus» de nuestra elección– filosofía, poesía, amistad, un vaso de vino, queso, dátiles y frutos secos. Creo que eso lo suscribirían, al menos, el propio Epicuro, Arquíloco, Horacio, Ibn Arabi, Omar Jayam y Yunus Emre. En fin, hay que reivindicar el epicureísmo –acaso en cabal combinación con el estoicismo– hoy más que nunca.

David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático de Filología Clásica. UCM.