El canto del cuco
Tiempo de silencio
Mientras Cristo estaba muerto, todo el pueblo, como digo, permanecía de luto. Las gentes se recogían sobre sí mismas en señal de respeto
En el pueblo la Semana Santa era tiempo de silencio riguroso, un sobrecogedor silencio exterior e interior que trascendía la falta de ruido habitual y que se apoderaba de la rutinaria vida diaria. El peso del catolicismo oficial adquiría estos días su dimensión más estricta y dominante. Aquellos campesinos, con olor a sudor y a tabaco, se veían obligados a pasar humildemente por el confesionario para cumplir después el precepto eclesiástico de comulgar por pascua florida. Cambiaba el paisaje espiritual del pueblo coincidiendo con la tímida llegada de la primavera. Enmudecían hasta las campanas. Se guardaba el preceptivo ayuno y abstinencia –«por la mañana, la parvedad, y por la noche, la colación»–, sólo suavizado con la compra obligatoria de la Bula de la Santa Cruzada y la limonada del Viernes Santo.
El viernes era el día principal. Los niños pregonaban «¡A los oficios!» por las calles con sus carracas. Acudían los hombres a la iglesia con su traje oscuro de pana, y las mujeres, con el velo negro cubriendo sus cabezas. Todos pertenecían a la cofradía de la Vera Cruz, y en el pórtico el hermano mayor pasaba lista a hombres y mujeres bajo el olmo gigante. Serios, vestidos de luto, velaban al Cristo muerto como si fuera el vecino más antiguo del pueblo. En Sarnago sentían especial devoción por el gran Cristo de madera oscura que estaba en el lateral del templo, entrando a la derecha, cerca de la pila del agua bendita. Cuando, muchos años más tarde, se cayó la iglesia, alguien se lo llevó y el Cristo ha desaparecido sin dejar rastro.
Mientras Cristo estaba muerto, todo el pueblo, como digo, permanecía de luto. Las gentes se recogían sobre sí mismas en señal de respeto. No había baile, la taberna cerraba hasta la pascua y a nadie se le ocurría cantar por las calles ni por los caminos. Sólo rompían el silencio el ruido de las matracas y las carracas en manos de los niños anunciando las sucesivas celebraciones litúrgicas, el ladrido de los perros, el canto de los gorriones en los tejados, el tintineo de los cencerros y el balido de las ovejas recién paridas. Eran tiempos en que el sentimiento religioso era un fenómeno social dominante, favorecido por el régimen político, con independencia del alcance de la fe de cada uno. Esto contrasta vivamente con los tiempos actuales. Si hacemos caso a Arnold Toynbee, «la religión es lo más necesario de la vida: es el futuro o pereceremos». Eso creían aquellas gentes del pueblo, que, ante el tremendo misterio, se quitaban la boina y guardaban silencio.
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