José Jiménez Lozano
Adiós al otoño
Los prestigios literarios del otoño han sido, y son, más bien, desastrosos. La literatura ha clavado sobre el otoño, como sobre una mariposa roja y amarilla, un alfiler de entomólogo, con una clasificación neta: una enunciación en letra grande de rojos y dorados, cárdenos y zarcos u ocres desvaídos, con metáforas, comparaciones, y símbolos de destrucción y muerte, que siembran una melancolía enfermiza, a la que se ha puesto el nombre de «Seasonal Affective Disorder», que luego queda reducido al acrónimo SAD. Pero ni de lejos significa, ni puede significar, lo que Saba dice del otoño: «l’autumno é la stazione che fa male al mío cuore». Esto es más serio, es poesía.
Michelet echaba sobre la Iglesia la culpa de que el otoño mostrara tal tristeza, porque había puesto la recordación litúrgica de los muertos en noviembre. Pero hace un razonamiento verdaderamente doctrinario que quizás no le dejaba ver que esa fiesta era una memoria de la comunión de vivos y muertos, sin la cual poca historia puede haber; y no es lo menos trágico de nuestra civilización el que no sepa qué hacerse con los muertos, como dijo Bajtín a sus jueces. Pero es cierto que en la civilización medieval el otoño era una estación gozosa, tanto como lógica y discutidora en sus minorías académicas fue «el tiempo de la juventud de la humanidad» como la llamaba Buckardt. Era la estación de las cosechas y de muchas pequeñas alegrías, y en la que la misma sombra de los muertos, con ser dolorosa, era protección y refugio; y la casa se alargaba como morada de ellos y de los que nacerían, y desde ella se miraba al mundo como un añadido. Por esto era la casa propiamente. Y hasta lo era el viejo café, donde se tomaba la infusión de tal nombre, aunque no hubiese ninguna ceremonia mistérica, como la del té en el Japón, sino que era como ir al parlamento más libre del mundo.
Era la estación de las castañas, acerolas, manzanas y membrillos, y sobre todo de los dulces que se elaboraban con esos frutos: los arropes, las compotas. Puestos sobre un frutero azul en el aparador o locero, o sobre un pañizuelo en una mesa si los visitaba el sol de otoño, se asemejaban al pan de oro del fondo de los iconos, y componían un bodegón de gloria, ciertamente.
A una muchachita decimonónica, Teresa de Lisieux, esa experiencia de la distancia que iba de la gloria de la compota y el membrillo en el frutero a cuando se abrían esos manjares para consumirlos luego en la merienda, durante una excursión, la llenaba de tristeza, porque ya entonces le parecían sólo cosas en su condición de cosas, y como si el mundo ya no fuera. ¿Y no será ésta la razón última de la otoñal tristura? Esto es, quizás no desorden afectivo estacional, sino ojos de lince para ver la sustancia del mundo entre dos bocados de membrillo: el alzarse la niebla mañanera y disiparse luego como en un soplo. La palabra hebrea que emplea la Biblia para señalar la consistencia del mundo entero y, desde luego, la brevedad de la vida es «hevel» y significa vapor de agua, neblina o humo, y Montaigne escribe, muy melancólico, que somos tan débiles que es suficiente que una mañana con neblina cojamos humedad en los pies, tal y como, doscientos años después, le ocurrirá al pie de la letra a la pobre Charlotte Brontë.
Enseguida está, luego el tiempo del Adviento y de la Navidad y los Reyes Magos, que es decir, de las noches cristalinas y esplendorosas, que eran ya un tópico en tiempos de Shakespeare, porque el aire se va haciendo más y más delgado, y pone rosados los pómulos con su frialdad, sacando en ellos la pelusilla de la piel de la adolescencia, que es el hermolleo de la especie. Y ya es el invierno en el que, sin percatarnos, hemos entrado por la puerta roja y dorada del otoño.
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