Joaquín Marco

Amos del mundo

No va a resultar fácil esta legislatura, porque las fauces de la UE demandan más carne fresca, 5.500 millones para empezar, que han de surgir de unos presupuestos que la oposición en bloque pretende rechazar

La Razón
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Como todo hacía prever Mariano Rajoy no se ha movido de su Moncloa y ha elaborado su equipo ministerial con la tranquilidad que supone un PSOE fracturado y en disputas internas; un Ciudadanos transformado en apéndice, pese a los pactos; unos nacionalistas-independentistas aguerridos que han perdido su influencia en el Congreso, y Podemos situado entre la calle y el Congreso que debe conciliar su rebelión. No va a resultar fácil esta legislatura, porque las fauces de la UE demandan más carne fresca, 5.500 millones para empezar, que han de surgir de unos presupuestos que la oposición en bloque pretende rechazar. Se mira con ternura al PNV, que se hace de rogar y exigirá cambio de cromos. El País Vasco, Navarra, las Islas Baleares y Canarias, Ceuta y Melilla más quienes se distinguen por su lengua propia muestran la diversidad y complejidad de las llamadas comunidades y nacionalidades y la utópica igualdad de los españoles. Las nacionalidades reconocidas por la Constitución, que se pretende sostener, demandan una pronta remodelación. Rajoy anunció vías de diálogo con Cataluña y, aunque rectificó poco después, el proceso y el correoso Puigdemont reclamarán en las próximas semanas abrir una vía de escape a la incertidumbre, porque los tribunales no van a resolver problemas de orden político. Esta Cámara de Diputados de España, ya definitiva, puede resultar efímera o mantenerse durante cuatro años. No sólo dependerá de Rajoy y de los nuevos ministros, sino de los avatares de un PSOE perdido en sus laberintos y un Podemos que ha de elegir entre convertirse en parte del sistema u optar por su medio natural: la «gente». Porque ésta ha pasado a convertirse en talismán y vale tanto para un fregado o un barrido. Mientras, un abandonado Pedro Sánchez ha optado, como los rockeros de antaño, por la carretera. Sólo le faltan guitarra y canciones que remuevan nuevas conciencias.

Sin embargo, lo que suceda en este pequeño y tan complicado rincón del planeta se encuentra a expensas de otras elecciones en las que no participaremos, aunque suframos sus consecuencias. Resultan más trascendentales que lo que pueda ocurrir en la UE, que constituye nuestro supergobierno. Noviembre no augura políticamente muchas alegrías. Y en EE UU lo que parecía increíble puede transformarse en pesadilla, porque el republicano FBI ha sacudido el cotarro democrático-liberal. Una nueva investigación sobre los emails de la candidata a la presidencia ha dado pie a que el energúmeno Donald Trump volviera no sólo a descalificar a su adversaria, sino a pedir, como sus votantes, que fuera conducida a la cárcel, antes de que se sustanciaran sus posibles delitos ante los tribunales. A vista de pájaro este mundo regido por intereses y pésima política nos lleva a una abstención sobre casi todo. El naufragio se extiende entre las orillas del Atlántico y llega hasta el Pacífico y a la creciente China, que es, a la vez, comunista y capitalista en su proyección económica en el interior y hacia el exterior. La muerte de las ideologías que se entendía como un argumento fascistoide tal vez debería llevarnos a una reconsideración. Habíamos olvidado al franquista barcelonés Gonzalo Fernández de la Mora y con toda reserva habrá de revisitar su texto ya clásico como argumentario de este nuevo e infeliz milenio. Algo sucede en las democracias occidentales, incapaces, a lo que se ve, de descubrir alguna solución a la encrucijada por la que transitamos, donde casi todo tiende a empeorar y ni siquiera nuestras juventudes logran sumarse a los mohosos esquemas del pensamiento político, cuando ellos fueron por edad siempre avanzada proyecto de un futuro más próspero, más equitativo, más progresista.

La deserción de la juventud podría conducirnos hacia otros derroteros, aunque no cabe duda de que Hillary Clinton no acaba de conectar con ella y un Donald Trump al alza supone el populismo narcisista en el que tampoco se sienten reconocidos. La clase media blanca estigmatizada tras la crisis, los obreros con salarios reducidos y la externalización empresarial pueden entender que Trump viene a salvarlos de su inevitable decadencia. Pero, por fortuna, los EE UU constituyen una sociedad multirracial, pero en la que apenas vota la mitad de su población, decepcionada de cualquier política. Trump ha ofendido a mujeres, a inmigrantes, a pobres, a negros y hasta a los ricos. Ha cometido todos los errores posibles, desde una perspectiva liberal y, pese a todo, la distancia con la candidata demócrata es mínima y hasta reversible. Multimillonario prepotente, hace gala de haber incrementado su fortuna eludiendo incluso, con artimañas lícitas, ahora en entredicho, el pago de impuestos durante años. Pero precisamente su cinismo puede atraer votantes. Los estadounidenses, que aborrecen de Hillary Clinton –una inteligente política profesionalizada y dinástica–, pese a ser mujer y ejemplo de flexibilidad, tras un negro (que no ha logrado frenar el racismo que sobrevive en las raíces de su sociedad) deben optar por el mal menor. Mucho me temo que éstos son los parámetros en los que se debaten como otras sociedades occidentales en el futuro. Si los amos del mundo se abstienen en las transformaciones que requiere su país, si ya nada es lo que parece, si cualquier radicalismo es tragicomedia, acabaremos preguntándonos, como Lenin en su panfleto, ¿qué hacer? Poco más que ir tirando, alejados de cualquier ilusión colectiva, balanceándonos en una hoja caída hacia ninguna parte, aunque con una brizna de esperanza.