Antonio Cañizares

Asunción de nuestra señora

La Razón
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El lunes pasado celebramos la solemnidad de la Virgen María, Asunta, en cuerpo y alma, a los cielos. Ella, una de nuestro linaje, está completamente con Dios, Ella ha entrado ya en la total comunión con Cristo, su Hijo resucitado, vencedor para siempre de la muerte: tenemos una madre en el cielo, que, como madre, está por nosotros. En Ella tenemos el gran signo de consolación y de esperanza para todos, es el signo de la victoria del amor, de la victoria del bien, de la victoria de Dios; en Ella contemplamos ya nuestro futuro anticipado en Cristo, el futuro de los que Dios ama y de los que, fieles, aman a Dios; así se nos abre la gran esperanza, don de Dios inseparable de todo hombre, y que a todo hombre se ofrece. Día para la esperanza, que en tantos pueblos de España se celebra con verdadero júbilo: la Virgen, la Virgen de Agosto.

¡Qué grande esperanza en la Virgen María, Asunta a los cielos!: por un lado, la protección cierta de nuestra Madre María, madre de la vida, madre del Amor, que está en los cielos y nunca nos deja y que nos lleva a las entrañas y a las fuentes de la misericordia divina; por otro, la Virgen María, unida íntimamente a su Hijo, aparece estrechamente asociada con Él en la lucha contra el enemigo infernal hasta la plena victoria sobre él, con la derrota del pecado y de la muerte que acechan y amenazan al hombre.

Recuerdo en esta página que las lecturas que nos ofrecía la liturgia del día nos hablaba de la victoria total sobre los poderes del mal, de la resurrección y la vida, de la alegría que suscita el fruto bendito de María, Jesús, y de la grandeza, poder y misericordia inenarrable de Dios salvador de los hombres, que, de generación en generación, levanta a los caídos y humillados de la tierra y derriba del trono a los poderosos que se oponen al amor de Dios, cuyos predilectos son los últimos y que se hace pequeño para engrandecer la humillación del hombre caído.

En esta fiesta mirábamos al libro del Apocalipsis que nos presentaba la imagen de una mujer vestida de sol, con la luna, bajo sus pies y coronada con doce estrellas: se refiere a la Virgen María, tipo de la Iglesia. Vestida totalmente de sol, esto es, de Dios, María «vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios» porque es la toda santa, la llena de gracia, la colmada por el Espíritu Santo, invadida por completo y llena del amor de Dios. «Está coronada por doce estrellas, es decir por las doce tribus de Israel, esto es, por todo el pueblo de Dios», el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, edificada sobre el cimiento de los doce apóstoles, acompañada «por toda la comunión de los santos»; «y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la mortalidad», que vino por la instigación del Maligno, representado en la serpiente del primer pecado, que Ella aplasta con su descendencia.

«María superó la muerte; está totalmente vestida de vida, elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios, así, en la gloria, habiendo superado la muerte, nos dice: ¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida dije: ¡He aquí la esclava del Señor! En mi vida me entregué a Dios y al prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las amenazas del dragón» (Benedicto XVI, Fiesta de la Asunción, 2007).

El dragón es la otra figura que muestra la lectura del libro del Apocalipsis. Cuando San Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón significaba todo el poder omnipresente del Imperio Romano, casi ilimitado y tan grande que «ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y mucho menos de vencer... Y, sin embargo, sabemos, venció la mujer inerme... venció el amor de Dios y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana». Así ha sido a lo largo de la historia hasta nuestros días: «Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante este dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, la Iglesia». Hoy este dragón está representado en poderes, a veces anónimos u ocultos que dominan o pretenden dominar casi todo, y tiene nombres propios, inseparables del poder del maligno, de Lucifer, entre los que se encuentran la llamada «ideología de género», tan poderosa y tan amparada por poderes que van contra el hombre y contra Dios, contra la verdad, contra la naturaleza, contra el amor, contra el sentido auténtico de la realidad del hombre por el que Dios lo ha apostado todo hasta dar la vida por él, por amor, gratuitamente, sin contrapartida.

Pero siempre, al final, el amor de Dios ha sido más fuerte, ha vencido frente al odio, la violencia el querer eliminar a Dios y devorar el Amor que se ha hecho carne de nuestra carne en una criatura que nace de la Madre llena de Dios, apostándolo todo por el hombre, amado por Dios hasta el extremo, querido directamente por Dios en su creación-generación.

De nuevo, como cuando el imperio romano, parece absurdo o imposible oponerse a esa mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística, tan marcadamente señalada en la prepotente y destructora «ideología de género» y en quienes la sustentan, como dragón que se cree o pretende ser dueño de todo y de todos dispuesto a tragarse o devorar cualquier signo de verdad. En esta ideología, sustentada por poderes anónimos, parece imposible pensar hoy en un Dios que ha creado al hombre, que se ha hecho niño y sería el futuro dominador de los poderes del mal. También ahora este dragón parece irremediablemente invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón y que triunfa la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, como muestra el gran signo de la mujer victoriosa, Asunta en cuerpo y alma a los cielos.