Antonio Cañizares
Contexto social para una educación
Al abordar el tema de la educación, tres semanas consecutivas, además de algunos datos esbozados en los artículos anteriores, conviene tener presente algunos aspectos de nuestro contexto social, cultural y educativo que condicionan de manera insoslayable la educación. No podemos ignorar, por ejemplo, leyes y usos establecidos contrarios al matrimonio y a la familia, con las que, se diga lo que se diga, se está socavando lo más básico del hombre y de la sociedad, de nuestra historia y de nuestra cultura, lo que está en su núcleo central y fundamental; es toda una concepción antropológica, una visión del hombre y del matrimonio la que está en juego y en trance de desmoronarse. No podemos ignorar tampoco que se han promulgado leyes que aprueban la experimentación con células madre de embriones, verdaderos seres humanos, y que se propugna por parte de sectores con poder la aprobación de la eutanasia o la ampliación de los supuestos para el aborto hasta su liberalización total; y que se está practicando el aborto hasta unas cifras escalofriantes. También en estos hechos hay una visión del hombre donde su verdad se desvanece y donde la persona humana desaparece. No podemos ignorar así mismo la persistencia en imponer a nuestra sociedad la «teoría o ideología de género» o la de la «orientación sexual», verdadera ideología donde la verdad del hombre, su naturaleza, queda trasmutada y disuelta, convertido el hombre en pura decisión. Es el hombre y el bien común de la sociedad, los mismos derechos fundamentales –que son fundamentales independientemente del «status» jurídico que se les otorgue–, la familia, y la gran cuestión de la verdad, y, en ella, la verdad de la persona humana, lo que se juega en estos momentos. Por esto y en este contexto se necesita educar.
Acabo de afirmar que se necesita educar, pero hoy nadie o casi nadie se atreve en verdad a hacerlo. Los padres, en primer lugar, parece que han abdicado de su misión educadora; de hecho, la familia ha perdido capacidad, fuerza y posibilidades de educar que le corresponden por su propia naturaleza; incluso, a veces, le arrebatan o dificultan su misión educadora. Por diversos motivos, en todo caso, parece que tiene miedo a educar o no se atreve por un conjunto de factores presentes en el ambiente social; deja la educación a otras instituciones o se inhibe con frecuencia de las exigencias que conlleva el educar a los propios hijos, de quienes son los primeros y principales, los necesarios responsables. Muy a menudo se hacen críticas a las familias en el sentido de que no se les considera suficientemente preparadas, no sólo en el campo de los saberes, sino en aquellos elementos que requiere el niño para vivir como ciudadano en medio de una sociedad regida por sus dirigentes o, lo que es lo mismo, por el Estado que, por el contrario y según parece, sí sabría. No es raro el comentario de que en bastantes de las familias se «malcría» a los hijos con la permisividad, dejándoles hacer lo que les apetece, llenándolos de cosas superfluas y habituándolos al «tener» mientras no se les forma en el espíritu de sacrificio, de esfuerzo, de austeridad. Las abundantísimas crisis familiares, las rupturas familiares, las ideas que se vierten y propician sobre la familia no sólo no favorecen su ineludible misión educadora, sino que la perjudican y la hacen inviable.
Han cambiado mucho las cosas en las familias, en las que influyen y afectan enormemente modernos medios de comunicación como la televisión e internet, el ambiente, mentalidades hedonistas y parciales de nuestra época sobre el amor, la libertad o el ser humano, así como visiones secularizadoras de nuestra cultura. No voy a echar más culpas a la familia en su responsabilidad educadora; lo cierto es que se da una crisis educativa en ella; no todas las causas de la carencias o deformaciones educativas están en la familia, ciertamente, pero qué duda cabe de que es mucho lo que está influyendo en la crisis de humanidad, de virtudes morales o de comportamientos y actitudes dignas en las nuevas generaciones.
A estas nuevas generaciones, ni desde las familias ni desde otras instancias educativas se les está ofreciendo satisfactoria y suficientemente una visión del hombre que responda a la verdad del ser hombre, ni un horizonte moral con principios, valores y fines universales y válidos en sí y por sí que permitan al hombre existir en el mundo no sólo como consumidor o trabajador, sino como persona humana, capaz y necesitada de algo que otorgue a su existir dignidad y sentido. Se les ofrece, tal vez, ese tipo de «hombre light», que, en el fondo, carece de fines, de sentido, de verdad.
El más grave problema, se ha dicho, en el campo de la educación en España seguramente hoy son las instituciones educativas, subsidiarias siempre de los padres y de ayuda a ellos, en las que los individuos despiertan a la vida personal e interpersonal y en las que se les ha de ofrecer, junto a otros saberes necesarios para vivir en la sociedad, también orientación para existir como personas conforme a la verdad inscrita en nuestra propia naturaleza; se les ofrecen saberes, destrezas o técnicas para funcionar en la sociedad, pero esto no basta para el aprendizaje de ser hombres. No hay entre nosotros un horizonte nacional común, compartido por todos, de valores comunes, ni una concordia mínima y necesaria sobre lo que significa ser hombre y dignifica al hombre y al español más allá de los estrictos enunciados de la Constitución. La figura del maestro es sustituida por el enseñante, o técnico de la enseñanza, o profesor de un área de aprendizaje separada del conjunto. La figura del educador no existe, porque ha desaparecido también la figura personal del educando, reducido a aprendiz de saberes positivos, de competencias para funcionar bien en la sociedad, no tanto para que sea bueno de verdad, o de conocimientos sobre contenidos objetivables y de técnicas que lo preparan para una profesión de futuro o para no ser disidente en una sociedad controlada y dirigida por los poderes que la dominen. Al no haber un proyecto de humanidad compartido, basado en la verdad del ser hombre, no hay tampoco una propuesta de valores e ideales, de verdad, de bien y de belleza para los centros escolares. Todo el que intenta ser educador en la verdad y en el bien cae bajo la sospecha de proselitismo ideológico o político o de dogmatismo religioso. Ya nadie, en tales condiciones, se atreve ni se atiene a ser formador. Y, sin embargo, es urgente llegar a un gran acuerdo social y político en este campo de la educación.
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