Nacionalismo

Después de los momentos históricos

La Razón
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Dice una directora de cine húngara hablando de su última película que «los sueños unen, la realidad separa». Parece que estos últimos días lo estamos comprobando en la actualidad del independentismo catalán. Acontecimientos históricos que no terminarán como en sus sueños compartidos sino en una realidad cuyo baño de legalidad inundará sus individualidades provocando el «sálvese quién pueda».

La vuelta al deseado sosiego alejará a los ciudadanos del resto de España de la persistente crisis catalana.

También ha pasado en Euskadi que tras el cese definitivo de las agresiones de ETA, nuestra tierra se observa desde el resto de España como un lugar de remanso espiritual ideal de pacífica convivencia en la que «todo aquello ya pasó». «Olvidemos todo aquello» parece decirse.

La realidad del momento actual separa a la ciudadanía española de las verdaderos problemas de la vasca. Y lo hará de la catalana cuando «todo esto» pase.

Esa vuelta a la tranquila realidad a la que aspiramos para estar más pendientes de nuestro trabajo, familia o el fútbol que de la «política», esquiva los aspectos más preocupantes de la cuestión nacionalista.

Más allá de que decenas de independentistas catalanes terminen en la cárcel o que gane las próximas elecciones el bloque constitucionalista, más allá de que pensemos que ETA no volverá a actuar nunca más, la sociedad que han llegado a dar forma los nacionalistas tanto en Cataluña como en Euskadi, aunque aparentemente pacífica y normal, sitúa como ciudadanos de tercera a una gran parte de la población: a los no nacionalistas. La construcción del edificio nacional que durante 40 años se lleva cociendo a fuego lento tanto en Cataluña como en Euskadi, comunidades lideradas históricamente por los nacionalismos, ha hecho que en estos lugares las libertades democráticas hayan sido secuestradas bajo su poder. Ese tremendo poder autonómico del que han disfrutado ha sido más que suficiente para haberse trabajado una ingeniería social de la que ahora observamos perplejos sus resultados.

Cuando en 1990 Pujol y sus ideólogos filtraron a dos periódicos (uno nacional y otro autonómico) sus planes de recatalanización a largo plazo y punto por punto, ningún otro medio reprodujo aquellas dos páginas ni hubo debate al respecto. Punto por punto quedaron reflejados sus propósitos en educación, lengua, cultura, medios de comunicación, organización empresarial, estructuras administrativas, etc. Punto por punto se han ido cumpliendo. El edificio, quizás a falta de ese lustroso tejado que sería la independencia, tiene un volumen y una altura que lo hace ahora mismo indestructible.

Lo español ha ido desapareciendo lánguidamente de estas regiones. Vascos y catalanes tienen su respetable himno nacional con letra que es cantada con insuperable devoción cada vez que hay oportunidad. Sus banderas son intocables y cualquiera de sus símbolos de respeto obligatorio, no así los símbolos españoles, un himno sin letra que ni se tararea, cuya música se puede abuchear incluso delante del Rey y una bandera que arde fácil y sin consecuencias.

El folclore y lo autóctono son religión y la evidencia de una cosmovisión supremacista. En Euskadi, toda inauguración pública es precedida por el baile de un aurresku contemplado con exigente solemnidad. Imaginen cualquier inauguración en Madrid, por ejemplo, antecedida de un zapateado flamenco.

Instituciones y entes de todo tipo (desde Cámaras de Comercio a clubs de fútbol local) están ocupadas históricamente por afiliados, afectos, familiares y amigos en un entramado de puertas giratorias funcionando constantemente. Pero la corrupción de la que se habla en bares y tertulias de televisión es la de Madrid. La autóctona es algo que no importa demasiado, tampoco a la prensa, porque está asumida la lógica del nepotismo.

En los primeros años de los Estatutos se introdujeron en cargos intermedios de la administración, mediante enchufe, a adeptos que con el tiempo, obteniendo las plazas que se diseñaban para ellos, fueron ascendiendo. Bajo su responsabilidad se trazaron las líneas maestras en materias políticas, educativas, lingüísticas, culturales. Hasta hoy. Mientras cualquier atisbo de falta de pluralidad en la televisión pública española es denunciada por sindicatos internos y llevada al Congreso, las autonómicas, vasca y catalana, filtran cuidadosa y diariamente (he dicho diariamente) la orientación de cada noticia, el sentido de cada titular, la composición de cada mesa de debate, eso sí, teniendo cuidado de exhibir en ocasiones ciertas fisuras aperturistas (programas como «Vaya semanita» o en la actualidad «Basconia» en la ETB, «críticos» con doctrinas oficiales), válvulas de escape que distraigan a la benévola ciudadanía y les haga aparentar aperturismo. Ya lo decía Luis Eduardo Aute en una de sus canciones satíricas de los 70 contra el franquismo: «confundir es lo que importa».

Lo radical nacionalista no está mal visto jamás, se acepta con normalidad, aunque de vez en cuando, los que hacen el papel de más moderados, se tomen la molestia de criticarles en algún detalle.

Todo está orientado a afianzar un relato del pasado que rellene las mentes en blanco de la juventud, atolondre a la ciudadanía despistada y nos oriente sin posibilidad de alternativa hacia una versión nacionalista única e indiscutible. Apenas encuentran obstáculos. La ciudadanía ha adoptado una discreta y segura posición frente a estas extralimitaciones: amoldarse.

Los idiomas autóctonos levantan barreras de movilidad profesional, de hecho son murallas invisibles que blindan la incursión de foráneos hasta en los más bajos niveles de la adiministración autonómica.

El tiempo, el largo plazo, es la clave de los planteamientos nacionalistas. Lo dijo Pujol hace más de treinta años, “avui (hoy) paciencia, demá (mañana) independencia”. Mientras tanto, los pollíticos nacionales se enredan en el próximo mes, las próximas elecciones, los próximos presupuestos.

Este es el verdadero y transcendental problema que pervivirá tras estos aparatosos días históricos y cuando recordemos, pongamos que dentro de un año, aquellos días de Cataluña en octubre del 17 y pensemos que ganamos la batalla porque incluso alguno de ellos permanezcan todavía en la cárcel, esa tranquilidad nos impedirá constatar cómo su poder social económico y cultural sigue no solo intacto sino avanzando y que sus pretensiones maximalistas permanecen en estado durmiente a la espera de una nueva ocasión. Sus autores intelectuales no descansan en su propósito seminal de construir estas sociedades a su imagen y semejanza.

Lo lamentable es que España no parece tener recambio a ese histórico abuso nacionalista ni voluntad suficiente para desmantelar las estructuras que permiten la existencia en su territorio de lugares donde la igualdad no existe hace tiempo.

Pero ¿es que no pueden cambiar las cosas? Naturalmente que sí, pero da la impresión de que habrá que espera a próximas generaciones.