Francisco Nieva
El dolor germinal
Para el niño la palabra humana es ruido. Sólo interpreta la entonación afectuosa. El bebé oye hablar con desagrado. El aliento de unas cariñosas palabras invade su ser, lo viola en su intimidad. Es la realidad la que nos maltrata, la dura e inmisericorde realidad
Nadie tiene recuerdos de cuando era un bebé, pero yo soy diferente, puede que una monstruosa excepción. Tengo recuerdos de cuando nací y me sentí fuera de la cómoda levitación de la placenta. La vida es dolor y la reacción es llorar. El niño llora ya el paraíso matriarcal perdido. Resucitemos la muy dolorosa impresión de un simple lavatorio, acerquemos al rostro de un sujeto adulto una áspera esponja o paño y refreguémosle sin miramientos. Es una ofensa primordial, un ataque directo a la sensibilidad. El niño llora, es su modo de protestar y pedir socorro a quienes deciden de su bienestar. Llora inconsolablemente, hasta poder fundir ese rostro con la teta y el pezón nutricio, calla por fin. Pero los tormentos se renuevan y son infinitos, por ejemplo, cuando le endosan una vestimenta, con tirones intensos y de una superior magnitud. Nadie sabe cuánto le duelen a un niño los cuidados obligatorios y de rigor. ¡Qué tortura! ¿Y un manotazo? La horrible sorpresa produce un hipo que corta la respiración por varios segundos. Nadie sabe cuán en peligro pone la vida de un niño cuando le pega. ¡Qué tortura es vivir! Sentirse el recluso de su vestimenta, paralizado por ella. Se le maneja como un objeto, sin la menor consideración, se le baña como a un cacharro. Todo es violencia contra el bebé.
No hablemos del miedo. Ese miedo ancestral, milenario. Hemos sido otros animalitos antes de nacer como seres humanos. Es el miedo a un horrible depredador, del que huye instintivamente. Las fauces y las garras del temible enemigo, la especie en peligro de extinción subyace en el llanto de un niño antes de ser él mismo. También el miedo a la oscuridad. Ésta es una amenaza continua. Se llora reclamando luz. La luz trae nuevas impresiones, tan amenazantes o más. Un rostro enorme planea ante sus ojos. Muchos dientes que transmiten olores físicos extraños a los dientes de la madre. A veces nos toman por los brazuelos y nos hacen volar impresionablemente. El olor a papá es muy diferente al de la mamá. Se tarda más en reconocer al padre y desear su protección y sus palabras de cariño, su consolación. Antes que nada, prefiere a la mamá. Sólo más tarde, el regazo del padre infunde más seguridad.
Para el niño la palabra humana es ruido. Sólo interpreta la entonación afectuosa. El bebé oye hablar con desagrado. El aliento de unas cariñosas palabras invade su ser, lo viola en su intimidad. Es la realidad la que nos maltrata, la dura e inmisericorde realidad. Yo soy consciente de haber deseado mi comodidad prenatal en el útero materno. Quizá gracias a eso soy dramaturgo, por haber sabido distinguir el infierno del paraíso. El paraíso del que gozamos antes de nacer.
Pero no es un paraíso, no lo llamemos así. Atrevida y horrible aseveración esta la mía. Sólo somos residuos de un magma celular, de un fango mortal en el que hemos sufrido metamorfosis extrañas y hemos sido otros cuerpos semovientes, animales de mar o de tierra, células prehumanas en desarrollo hacia la humanización definitiva. Nacemos de una podredumbre fecunda. Sólo al nacer resucita la carne, y al morir volvemos a vivir en la muerte, y seremos metamorfoseados en ella hasta no se sabe qué misterios de vida anterior. Como dramaturgo, yo sospecho que somos fantasmas de una inconsiderable vida anterior y somos producto de una experiencia milenaria. Hemos sido muchas veces víctimas y verdugos, hombres y fieras... Lo somos todo en uno en la mayor de las confusiones, capaces de todo el mal posible. No le demos más vueltas. El hombre es el mal, dios y demonio a la vez. En mi dramaturgia, esta idea me ha sido esencial para imaginar argumentos conmovedores de la racionalidad. El temible y devastador absurdo. Y así he aprendido el arte de fastidiar, que finalmente se paga como distracción. Yo me dedico al arte del engaño y la falsedad. Y el hombre necesita del arte tanto como de la religión.
¡Y basta ya de delirios! Hasta otra vez.
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