Restringido
La batalla de Waterloo siempre es mejor no tener que librarla
El general Jonh Galvin era el comandante de las fuerzas de la OTAN en Europa cuando se cayó el muro de Berlín. Vivía en Mons, cerca del campo de batalla de Waterloo, y desde la colina artificial que recuerda la última batallla napoleónica me explicó la falta de habilidad táctica de un enfrentamiento convertido en pura y simple carnicería. Allí habían muerto 20.000 soldados en unas horas, pero un juego de niños en comparación con lo que habría de venir un siglo después. El general, que habla un español muy correcto, con un leve acento centroamericano, tenía la convicción de que la mejor batalla es la que no se da. Por ello, sólo cinco meses antes de la caída del Muro se mostraba inflexible ante quienes pretendían desnuclearizar Europa. El ruso, Mijail Gorbachov, había hecho una de esas ofertas que parecen irresistibles: la paridad en fuerzas convencionales en el frente centroeuropeo a cambio de la reducción de la artillería atómica de corto y medio El alcance. Hay que explicarlo. En aquellos tiempos, todos los ejercicios militares estaban abocados al mismo escenario: no había más recurso para frenar un ataque acorazado del Pacto de Varsovia que soltarles un pepino nuclear. También lo sabían los rusos, de ahí su cebo de renunciar a parte de sus divisiones blindadas. Pero el general Galvin no estaba dispuesto a ceder la única baza que, en realidad, podía impedir otro Waterloo. Más aún, pretendía cambiar los misiles Lance por otros más modernos, de mayor alcance, que permitiera desplegarlos más a retaguardia, en un área de dispersión ampliada, para dificultar su localización. Es decir: disuasión. Así que la noche que se cayó el muro, ambos bandos estaban armados hasta los dientes. Y todo fue muy confuso. Al caer la tarde, a las mesas de Internacional de los periódicos llegó un teletipo de la agencia francesa AFP con uno de esos textos que hay que leer dos veces. Cito de memoria, pero venía a decir que «las autoridades de Pankov (nombre oficial del Berlín comunista) habían anunciado el fin de las restricciones fronterizas interalemanas». En pocas horas, desde Berlín, llegaban las primeras imágenes de la gente cruzando la frontera, con las mismas caras que ponen los niños cuando entran en Disneylandia. Y unos meses después, sobre la colina de Waterloo, el general Galvin me explicó que en aquellos momentos inciertos, con las divisiones rusas al otro lado del río, el fantasma de la tragedia se hizo presente. Horas de tensión, en alerta roja, hasta que llegaron las primeras seguridades desde Moscú. El contraparte ruso le dijo que no tenía órdenes de actuar en ningún sentido. Entonces nadie fue capaz de verlo con claridad, pero la URSS, y con ella el Imperio comunista, se estaba viniendo abajo como un castillo de naipes, sin que sus formidables ejércitos pudieran mover un solo soldado para impedirlo. En noviembre de 1989 las fábricas rusas aún producían al año 3.000 carros de combate y 2.000 cañones, cuando ya su mundo sólo demandaba un poco de mantequilla. El general Jonh Galvin estaba muy satisfecho. Occidente había ganado su nuevo Waterloo, pero sin necesidad de librarla.
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