José Jiménez Lozano
La difícil diferencia
«En tierra inhumana» cuenta Josef Czapski los últimos sucesos que presencia antes de abandonar la URSS estalinista, y dice que en las oficinas de la aduana «en las grandes paredes colgaban muchos retratos. Estaban allí Marx y Lénin, Engels, Molotov y Vorochilov», y que un niño pequeño Michais, de ocho años, tan menudo que nadie le hubiera echado más de seis, en un momento de ausencia del aduanero barrió con la mirada la galería de retratos, buscando el de Stalin. Al econtrarlo por fin, levantó su puñito cerrado hacia la cara del dictador.
Le conté el incidente a una de las mujeres que viajaba con nosotros. Lo encontró de lo más natural. –¡Ay, señor, lo que hemos sufrido por los críos!, en un «kolkhoz» también. Para ellos Stalin no era más que hambre y miseria, y cuando pasaban al lado de su retrato, si no le sacaban la lengua, le amenazaban con el puño, le hacían una higa o le escupían en la cara, y no había manera de contenerlos– se lamentó aquella anciana ...
«Aquel puñito infantil, levantado hacia la cara del dictador omnipotente, fue mi última impresión de la Unión Soviética antes de cruzar la frontera» y debió de extrañarle un gesto así porque, según dice, se había encontrado con demasiada gente que había decidido que «sólo podían creer y creían en lo que decían la ‘‘Pravda’’ e ‘‘Izvestia’’». Así que, en realidad, ocurría que sólo los que no sabían leer ni escuchaban la radio tenían un criterio personal y de experiencia, como los niños. Y es cosa de pensar si en plenas democracias occidentales dominadas ya en demasiados ámbitos, por la dictadura de lo «políticamente correcto», y los puros estereotipos y supersticiones oficiales, sólo quedan los niños y los culturalmente marginales o las personas intelectualmente muy cultivadas, como los únicos que pueden expresar un pensamiento personal, en medio de un acondicionamiento continuo de la mente, en un mundo en el que sólo resuenan la política y la comercialidad, y resulta árduo que pueda brotar un discurso sobre otra realidad porque esa realidad es para la mayor parte desconocida, o ha sido estigmatizada y suscita temor a ser rechazados en un océano de unanimidad
Y, así las cosas, el lenguaje instrumental o «ahí-a-la-mano», que decía Heidegger, o el lenguaje coloquial diario, se tiñe más y más cada día de los estereotipos del lenguaje político y sus formulaciones gramaticales que no quieren decir nada pero son incantatorias. Y me parece que era Alcalá Galiano el que decía que los escritores de su tiempo no se atrevían a escribir de otra cosa que de política porque era seguro que no iban a tener lectores, y hay que recordar que hasta esos años la política no había entrado en los comedores ni en las cocinas y no se servía con la sopa, y que la sociedad no era ya construida por el tabú de la casta o no era tan unitaria y fuerte en este aspecto.
En doscientos años atrás, quienes venían de islámicos y judíos o de oficios viles tales como comerciantes y banqueros tenían el techo de cristal, y pongamos por caso una lavandera tenía en sus manos el destino del arzobispo de Toledo, si decía simplemente que ella recogía la muda semanal antes del sábado porque entonces podía suponerse que el arzobispo era judío oculto, y lo mismo ocurría a quien andaba con mucho libro porque un refrán decía que: «ni judío estúpido ni liebre perezosa», y como formulaba Humillos, en «Los alcaldes de Daganzo de Cervantes», leer «conducía a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana», como en una democracia popular no convenía descender de letrados, y hoy también nos conviene tener una cédula de casta limpia, y que no se sospeche que pensamos y sentimos otra cosa que lo que digan la «Pravda», o el último edicto de la Suprema o «lobby» que hoy ocupe su lugar, y están ahí para gobernar nuestros pesares y sentires.
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