Joaquín Marco

La España triste

La Razón
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Algo semejante a la resignación supone la tristeza y en esta ocasión los españoles manifiestan sus signos no sólo por el habitual fin vacacional (que también), sino porque no se vislumbra a medio o largo plazo cierta esperanza colectiva que acelere los latidos del corazón. Al programa firmado entre PP y Ciudadanos le faltó algo más de aquella pasión de cambio que parecía sobrevolar en los períodos electorales. Pero en el horizonte no aparecen alternativas. Pedro Sánchez o la socialdemocracia española viene a coincidir con una crisis que embarga al conjunto de la europea. Bloqueado por los antiguos dirigentes y por su oposición interna, el PSOE se muestra por el momento incapaz de presentarse también como alternativa ilusionante y sus dirigentes actuales se defienden del acoso de otros «socialdemócratas», los de Podemos, que, tras haber extraviado un millón de votos en las últimas elecciones tras su alianza con IU, guardan silencio. El mérito de Ciudadanos consistió en desbloquear el limitado papel que se habría producido en el PP de no apoyarle en el frustrado acto de la investidura de Rajoy. Pero los éxitos de rejuvenecer «la vieja política» son más que limitados. El correveidile de los asuntos propios como el singobierno, acompañado de algunos éxitos de la macroeconomía, evita el peligro de que, como se apuntaba en los antiguos ferrocarriles, nos asomemos al exterior. Porque el mundo que nos rodea tampoco facilita el entusiasmo. Vuelve Sarkozy, en el país vecino, con un programa más radicalizado tratando de ilusionar al votante lepenista; peligra el equilibrio alemán, porque los electores de la Sra. Merkel se muestran insatisfechos ante su política migratoria, rechazada por los antiguos países del Este que favoreció. Y ya más lejos tampoco deja de ser inviable la victoria de un Donald Trump que alteraría la ya relativa estabilidad mundial.

Por todo ello y por algunas cosas más, pese a que se incremente el número de bares españoles –que una agencia internacional considera nuestro signo de recuperación– y nos mantengamos a la cabeza del mundo en proporción al número de habitantes, cierta tristeza o resignación nubla la faz de los españoles. Queremos solventar con una ley patriótica la desafección de la casi mitad de los catalanes que se imaginan más felices con pasaporte propio. Joan Maragall creía en la positiva catalanización de España, en el poder del pacto. Su optimismo moderado contrastaba con el pesimismo de aquellos a quienes seguimos calificando como los del 98, del siglo XIX. Pero la tristeza de España viene documentada ya desde el siglo XV cuando Juan del Encina en el «Cancionero de Palacio» aludía a la «triste España sin ventura». La desventura podría interpretarse como puntual: el fallecimiento del príncipe Juan sobre el que se habrían depositado muchas esperanzas. Jon Juaristi aprovechó el verso de fray Luis, «espaciosa y triste España» para titular una recopilación de ensayos que hubieran debido merecer mayor atención, bajo el título de «Espaciosa y triste. Ensayos sobre España» (2013). Siguiendo las huellas de una de las probables características de la naturaleza de lo español tropezamos una y otra vez con la tristeza, cuando desde el exterior envidian una alegría y sentido de la vida que entienden gozosa, mediterránea, andaluza y hedonista. Pero convendría desterrar la tópica calificación anímica del conjunto de los pueblos. ¿Cabría enlazar, como se hiciera en otras ocasiones, la Rusia eterna con la España de siempre? Ambos países, en éstos y anteriores momentos, han estado caracterizados por un mal gobierno. La falta de horizontes colectivos puede sumir a la ciudadanía en la resignación que advertimos en la extinta URSS y en los últimos años de la tan pregonada democracia española.

Fray Luis de León calificaba a España de espaciosa. Su población, tan diseminada en su tiempo, podía ofrecer la impresión de un gran espacio, al que habría que añadir la vocación imperial del momento. Pero hoy las cosas son harto distintas. El campo español se vacía y crecen las urbes de forma mucho más moderada de lo que sucede en China, pero el calificativo de espaciosa podría aplicarse, como hizo Juaristi, a los nacionalismos. No deja de ser asombrosa la escasa atención que se prestó a la irrupción de un encrespado separatismo catalán que ha dinamitado cualquier posibilidad de formar gobiernos alternativos. Las dos principales formaciones políticas trazaron una raya roja sobre el término referéndum. Pero la evolución de la política en Cataluña, con sus naturales altibajos, parece evolucionar al margen de la española. Es como si las dos principales formaciones hubieran, en efecto, desconectado del problema catalán dejándolo en un limbo. No hay una propuesta para encauzar un proceso, salvo dejarlo en manos de los tribunales. Pero el problema es tan político como las pensiones. Puede mirarse hacia otro lado, pero quien gobierne –si es que alguien se atreve en estas circunstancias– deberá poner en marcha medidas oportunas. Una cierta mediocridad y la ausencia de una política inteligente, que no sólo defienda intereses, viene a retrotraernos a los finales del siglo XIX, tiempos que algunos definieron como «Desastre» y otros más circunspectos trataron de solucionar con fórmulas educativas, como la Institución Libre de Enseñanza, frustradas en el verano de 1936. Repetir la historia sólo puede producir tristeza y ésta conduce o a la rabia o a la angustia.