Alfredo Semprún

Las afganas, ante el retorno del talibán

A dos semanas de la retirada occidental de Afganistán, el panorama no mejora. Los últimos balances de la ONU indican que, tal y como era de prever, este año crucial de 2014 ha supuesto un incremento del 20 por ciento de la víctimas civiles –3.188 muertos y 6.000 heridos–, la inmensa mayoría de ellas causadas por los talibanes. El nuevo Ejército afgano y las Fuerzas de Seguridad han tenido que lamentar 4.600 muertes y el número de desertores alcanza la tremenda cifra de 12.000 soldados y oficiales. Ni los sueldos, superiores a los que percibe el conjunto de la población, ni la mejora del armamento parecen servir para retener a unos soldados que no creen que merezca la pena el sacrificio. El nuevo presidente, Ashraf Ghani, ha hecho lo que negó su antecesor y ha firmado un acuerdo de seguridad con la OTAN para que permanezcan en el país unos 12.000 soldados occidentales, casi todos norteamericanos, en tareas de instrucción y apoyo técnico. La nueva misión, pomposamente bautizada «Resolutte Suport», no aspira a mantener el control del país, sino a hacer de Kabul y los distritos de mayoría chií (los azaras) una especie de «zona verde» donde el Gobierno de Afganistán mantenga la ficción. Lo sabe Ghani, que ha solicitado a los talibanes la reanudación de las conversaciones de paz, y lo sabe el mulá Omar, que le ha respondido con una negativa. No es que a los del turbante les vayan muy bien las cosas –mala señal cuando tienen que reclutar terroristas suicidas entre los niños de 13 años–, pero están seguros de que el tiempo juega a su favor. Si aguantaron cuando la OTAN desplegó 130.000 soldados, si han sufrido en sus carnes el perfeccionamiento de la tecnología «dron» y el desarrollo del reconocimiento táctico por satélite, si han sido capaces de adaptarse a un ambiente de combate electrónico que hubiera hecho palidecer al general Giap, que de infiltraciones sabía lo suyo, no es cuestión de flaquear ahora. Produce melancolía asumir que todo el esfuerzo empeñado durante estos catorce años –los 3.485 soldados de la ISAF muertos, los 20.000 heridos, la ingente inversión económica hecha– no haya servido para la victoria del bien sobre el mal. Porque, no lo duden, nosotros, Occidente, con todos nuestros defectos, somos los buenos. Y ellos, los talibanes, con todas sus virtudes, son los malos. En estos catorce años, penosamente, se habían abierto en la vida pública de las ciudades afganas espacios de libertad individual que el régimen islamista había borrado atrozmente. Cine, teatro, música, periódicos, revistas, escuelas, universidades, peluquerías, centros de deportivos, librerías surgían desde la clandestinidad o la clausura. Se nos dirá, con razón, que la mayoría de la población ha permanecido al margen de cualquier atisbo de cambio. Que la corrupción, el negocio del opio, las viejas tradiciones familiares, el orden tribal y la cosmogonía pastún han permanecido apenas alteradas por la guerra. Que la conciencia arraigada de que el extranjero, tarde o temprano, se va y todo vuelve a su ser, opera con la misma fuerza de siglos. Hace catorce años, los talibanes le amputaron los dedos a una niña que se había pintado las uñas. Ayer, asesinaron a un mujer que se atrevió a ejercer su profesión de abogada. Es, sobre todo, a ellas a quienes abandonamos.