Guerra en Ucrania

Moscú niega la mayor, pero la batería de misiles era suya

A veces se echa de menos la maestría de la vieja propaganda comunista. Aquellas campañas llenas de argumentos inverosímiles contra el despliegue de los misiles de crucero en Alemania Federal o el virtuosismo de la revista del Ejército soviético atribuyendo a un laboratorio estadounidense la creación del virus del sida. Pero desde la caída de la URSS, la calidad no ha dejado de bajar. En la larga crisis de la ex Yugoslavia fracasó estrepitosamente y, también, fue incapaz de dar la réplica en las dos guerras del Golfo. Aunque siempre queda algo de lo que uno fue. Por ejemplo, la preparación de la invasión georgiana, la anexión de Crimea y la sublevación separatista del este de Ucrania, presentadas como operaciones de salvamento de la población rusa, de nuevo amenazada por el fascismo.

Buen golpe el de despojar de insignias y distintivos a sus tropas especiales. A esos supuestos «voluntarios locales», con el rostro siempre tapado por pasamontañas, que, sin embargo, tenían que pedir indicaciones a los transeúntes para dirigirse a la estación central de Lugansk. Pero en la tragedia del avión malasio, cogidas por sorpresa, las agencias oficiales rusas tuvieron que improvisar. Al fulano que se le ocurrió lo de que los ucranianos habían querido derribar el avión presidencial de Vladimir Putin –que en ese preciso momento hablaba por teléfono con el presidente Obama– deberían condecorarlo por su arrojo, a pesar de cometer el pequeño error de proporcionar una posición relativa de los dos supuestos blancos en vuelo –el avión oficial ruso y el Boeing malasio– que los situaba a más de 800 kilómetros de distancia uno del otro, lo que volvía imposible la confusión.

Y no hubo más. Moscú ha tenido que pasar a la defensiva, sin más argumentos que la afirmación voluntarista de que han sido los otros, los malvados ucranianos quienes han derribado el avión civil. Y si hace sólo tres días los separatistas prorrusos alardeaban de sus baterías de misiles antiaéreos, supuestamente capturadas al enemigo, y sus jefes colgaban en las redes sociales exultantes mensajes reclamando para sus tropas los derribos de aviones ucranianos, hoy, niegan cínicamente lo que todos saben. Que ante el recrudecimiento de los bombardeos aéreos por parte de la aviación de Kiev, reclamaron ayuda a Rusia. Que el 11 de julio, después de que cazabombarderos ucranianos, volando fuera del radio de acción de los misiles portátiles, machacaran sus posiciones en Golmivsil, Perevalsk y Dzerjinsk, les llegó una batería «SA-17» de alcance medio, que fue vista y filmada por varios vecinos con sus teléfonos móviles y que, forzosamente, tenía que estar servida por especialistas rusos. Que el 14 de julio derribaron un avión AN-26 ucraniano, que llevaba a cabo una misión de reconocimiento electrónico a más de 6.000 metros de altitud. Que el 15 y el 16 de julio repitieron con éxito los lanzamientos, abatiendo un SU-25 y averiando otro más. Y que, por fin, el jueves 17 de julio dispararon sobre lo que creían que era otro avión de reconocimiento enemigo y celebraron el blanco alcanzado a través de mensajes de Ttwitter.

Otra cuestión es por qué en Occidente no se ha sabido transmitir la verdadera dimensión que estaba tomando la guerra en la región del Donetsk, con centenares de muertos, ataques aéreos, empleo de blindados y de artillería pesada. Una escalada que, sin duda, aconsejaba el cierre del espacio aéreo.