Antonio Cañizares
Por un pacto escolar
Ni el Estado ni las fuerzas políticas, los partidos políticos, se pueden proponer ni menos arrogar como los únicos capaces de educar o marcar las líneas educativas que nos rijan
El Gobierno de España y otras fuerzas políticas muestran su acuerdo en alcanzar un pacto escolar. Pocas cosas más sensatas y de mayor necesidad que ésta: alcanzar ese pacto, en un momento de crisis, de quiebra de convicciones. De emergencia de nuevos modelos sociales, y de emergencia educativa. Fuerzas políticas y sociales, incluida la Iglesia, han de entenderse en esta materia. Pero no olvidemos algo que hay que tener en cuenta, y no podemos olvidarlo: que ese pacto ya está suscrito y sellado en la Constitución Española no solo por las fuerzas políticas y sociales, por las instituciones implicadas, sino por el conjunto de la población española, particularmente en el artículo 27, –espléndido y magistral artículo para un pacto duradero– pero también en el conjunto de la Constitución que forma una unidad.
Este artículo 27, cabe recordarlo, fue la piedra de toque y tropiezo del pacto constitucional. Se llegó, sin tardar mucho, al acuerdo sobre el sistema democrático basado ejemplarmente en el reconocimiento de derechos humanos fundamentales y el régimen de libertades, sobre la monarquía, sobre la economía social de mercado, sobre la unidad y el sistema de comunidades autónomas, sobre tantas cosas. Pero había un escollo en el que se tropezó: el tema de la enseñanza y, sobre todo, quién educa: los padres o el Estado.
En este punto D. Adolfo Suárez, como presidente, dio orden clara a quien representaba a su grupo político –la UCD– en la «mesa constitucional» –así me lo comentaba él mismo–, que no se podía ceder en este punto concreto: es a la familia a quien compete y corresponde el derecho fundamental en materia educativa, ella es la primera y principal educadora y responsable de la educación de sus hijos; el Estado, la escuela, son subsidiarios de los padres. No reconocer esto, me decía él, era poner en peligro nuestra sociedad y nuestra incipiente democracia, así como un Estado basado en los derechos humanos inviolables y en las libertades básicas, y en una visión racional del hombre que agrupe y aúne a todos. Tan en peligro estuvo incluso la urgente y necesarísima Constitución que por no estar de acuerdo todos en este punto fundamental se ausentaron algunos de dicha «mesa constitucional». Final y felizmente se llegó al acuerdo del actual y magistral texto constitucional que fue refrendado muy mayoritariamente por el pueblo español y las instituciones básicas que lo regían.
A la hora de un necesario acuerdo o pacto escolar en estos momentos se ha de partir de lo que dice el artículo 27 de la Constitución y de otros de la Constitución Española, en particular los que se refieren al régimen de derechos y libertades fundamentales que la Constitución sanciona: Derecho a la enseñanza obligatoria para todos sin discriminación alguna, reconocimiento del papel educativo y del derecho de los padres en materia educativa respecto a sus hijos, libertad de enseñanza que encierra y es inseparable de la libertad de conciencia y religiosa, educación integral que entraña educación moral y religiosa conforme a las convicciones de los ciudadanos, respeto a los pactos internacionales en materia de derechos fundamentales. Ahí están o se encuentran las bases del pacto escolar al que se debe llegar, porque no cabe la menor duda –los hechos ahí están– no hay ni habrá acuerdo, seguiremos sin acuerdo en esta materia. Hay aspectos que, por el bien de la persona y el bien común, son irrenunciables.
Tanto el pluralismo social como las exigencias de un sistema democrático reclaman respeto a ese pluralismo y a esas exigencias. No podemos olvidar, pues, para el pacto escolar que nos encontramos en una sociedad democrática que se rige por unas reglas de juego, basadas en el reconocimiento de unos derechos fundamentales del hombre, asumidos y recogidos normativamente en el marco constitucional. Este marco nos sitúa en la escuela en conformidad con el derecho que asiste a los ciudadanos a ser educados conforme a las propias convicciones morales y religiosas –antropológicas, en suma– como expresión del derecho a la libertad religiosa, garantía de todas las demás libertades. No se trata, por tanto, de concesiones ni de privilegios, sino de exigencias de los derechos de los ciudadanos que deben cumplirse de manera adecuada y conforme a derecho. ¿Pacto escolar? SÍ; pero con las exigencias del cumplimiento riguroso, escrupuloso y exquisito de los derechos fundamentales que corresponden.
Nada de arrogancias ni imposiciones por parte del Estado ni de las fuerzas políticas. Ni el Estado ni las fuerzas políticas, los partidos políticos, se pueden proponer ni menos arrogar como los únicos capaces de educar o marcar las líneas educativas que nos rijan. Los padres y los profesores –responsables directos de los chicos– no pueden ni deben retroceder en su tarea propia y específica ante un poder estatal o político que pretenda uniformar los criterios educativos. Sería la ruina, más aún está siendo, entre otras cosas, lo que arruina nuestro mundo o sistema escolar.
Se necesita educar, no sólo instruir y acumular saberes. Padres y maestros, profesores, no pueden abdicar de la misión y responsabilidad propia que les corresponde en la educación de las nuevas generaciones. Para ello es preciso contar con criterios y fines. Por ello, con respeto a convicciones ajenas, y como exigencia de las propias, permítanme que, en libertad y responsabilidad ciudadana de bien común, me atreva a ofrecer en otra u otras semanas algunas reflexiones que tratarán de responder a la provocación que supone educar verdaderamente en el momento actual y ante la necesidad e inminencia, según parece, de un pacto escolar, en el que hay que evitar, en cualquier caso, el pensamiento único o el relativismo que corroen la educación.
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