Historia

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Una foto muy significativa

La Razón
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La prensa ha difundido una imagen a la que es preciso prestar atención: en los funerales del llorado Simón Peres, el monarca español se hallaba, en primer término, rodeado por los familiares del difunto. No se trataba únicamente de rendir honor a uno de los grandes defensores de la paz, sino de hacer notar que se trataba de «uno de los suyos». Desde 1085, los reales decretos hicieron de la comunidad judía una de las dimensiones del reino. Y ella así lo interpretó cuando escogió para sí misma el nombre de Sefarad, que significa España. Más aún: cuando Pedro IV se hizo reconocer como rey de Sicilia invocó para sí el título de Jerusalén invocando la memoria del emperador Federico II, cayos restos aún descansan en Palermo.

Pero las cosas se torcieron desde el siglo XIII, cuando los europeos declararon el judaísmo un mal, rodeándolo de afrentosas calumnias y las masas se lanzaron al saqueo y destrucción de sus comunidades. España no se libraría tampoco de la mentira y de la violencia: las matanzas de 1391 fueron verdaderamente terribles.

La Monarquía trató de impedirlo, pero carecía de medios suficientes. Además, las brumas del terror procedían de Europa y al final se impusieron. Contra la voluntad de Isabel, ella y su marido tuvieron que firmar el decreto de 1492, que obligaba a salir de la Península. Un error manifiesto. Desde estas páginas lo hemos repetido muchas veces. Y los errores tienen que ser enmendados. Aunque resulte difícil, vamos a tratar de intentar una explicación que da sentido a esa importante fotografía de Felipe VI.

En primer término estaba Jerusalén. En 1489, mientras cercaba Baza, Fernando el Católico recibió una sorprendente visita: el prior de los franciscanos de Tierra Santa venía con credenciales del Soldan mameluco de Egipto que, aun siendo musulmán, solicitaba ayuda contra los otomanos. Se le prestó en abundancia. A cambio le fue reconocido el patronato sobre los Santos Lugares, permitiendo así a los franciscanos permanecer, como hasta hoy resulta evidente. El eje que desde Madrid regalaba las tensas cuerdas es precisamente esa monumental iglesia de San Francisco el Grande, vinculada directamente a la Corona. También tras la expulsión se siguieron manteniendo relaciones con los «españoles» que seguían empleando el habla de origen castellano que llamamos «ladino».

Pasaron los siglos y los errores cometidos se fueron atenuando. Ya con Carlos III la tolerancia de hecho, aunque no de derecho, volvió a producirse. A fin de cuentas, el judaísmo es uno de los grandes valores culturales con que cuenta la Humanidad. De este modo llegamos a la guerra de 1914, en que Alfonso XIII desempeñó funciones de caridad que parecen haberse olvidado. Cuando las tropas inglesas de Allenby preparaban la invasión de Palestina, los turcos ordenaron la expulsión de los judíos. Y Alfonso intervino –a fin de cuentas, eran tan españoles como él– y logró que la orden se suspendiera. Terminada la guerra y disuelto el Imperio otomano con el régimen de las capitulaciones, Alfonso XIII tomaría una decisión cuyo alcance era imposible predecir: todos los sefarditas tenían derecho a obtener documentación española cuando lo necesitasen. Y vaya si iban a necesitarlo.

Primer paso hacia la rectificación: personalidades judías como Josef Toledano desempeñaron papeles muy importantes y ante el Papa Pío XI se afirmó que en modo alguno se producirían persecuciones en la España que se calificaba de nacional. Cuando el terror que anunciaba el holocausto se desató en Europa fueron muchos los miles de judíos que se proveyeron de la documentación que salvó sus vidas. No hace falta insistir en las gestiones de diplomáticos arriesgando sus vidas para salvar a los judíos. Estaban obedeciendo órdenes. En 1944 y referido especialmente al caso de Hungría y Grecia, el Gobierno español había recomendado a sus diplomáticos no perder tiempo en consultas y comprobaciones. Advertido por el Consejo General judío, sabía que «tiempo no quedaba mucho». De modo que la decisión de la Monarquía logró esa especie de rectificación en el error. Es importante no tergiversar las cosas. Los diplomáticos españoles, durante el holocausto, sabían lo mucho que arriesgaban, pero también que estaban cumpliendo órdenes. El judaísmo en las horas difíciles debía mucho a las disposiciones que tomara la Monarquía.

Poco a poco, España ha conseguido enderezar las cosas devolviendo a los judíos sus derechos e identidad. Durante un siglo han podido construir en España una forma de comunidad. Y en 1970 llegó también la hora de que, respondiendo a sus lógicas demandas, se declarara oficialmente la ilegitimidad del decreto de 1492 que durante siglos pesará sobre los hombros de los españoles mientras los historiadores iban descubriendo la importancia que el sefardismo reviste en la conformación de la cultura española. En 1970 se entregó oficialmente a la comunidad judía que declaraba la nulidad oficial del decreto de 1492. No se trataba de una mera fórmula sino de algo más: borrar ese calificativo de que el judaísmo es factor negativo.

La Monarquía restaurada dentro del sistema democrático europeo ha puesto el punto final. Ahora los sefardíes son ya auténticamente españoles. No debe considerarse esto como un plazo dado para elegir, sino como seria reivindicación. Los sefardíes son españoles. Y así resulta lógico y admirable que Felipe VI haya podido instalarse como uno de los suyos en el centro de una ceremonia que abre, además, las puertas de la esperanza. España está llamada a colaborar en esa empresa. Tenemos que conseguir que se cumpla el sueño de Peres y que de nuevo Jerusalén sea el santo y esencial lugar para la paz que compartimos. Al menos debemos intentar hacerlo.