Joaquín Marco

Venezuela, mon amour

La Razón
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No deja de ser significativo que parte de la precampaña electoral española se desarrolle sobre y hasta en Venezuela. Viene a coincidir con el viaje del presidente Obama, quien pretende cerrar las heridas abiertas del pasado en Vietnam y en Japón, porque nunca un presidente estadounidense se había atrevido a visitar oficialmente la reconstruida ciudad de Hiroshima, símbolo mundial de la barbarie de la guerra nuclear, convertida en referencia simbólica en el filme más lírico que épico franco-japonés de Alain Resnais, «Hiroshima mon amour» (1959), cuya guionista fue Marguerite Duras. Eran años de «nouvelle vague» y experimentalismo narrativo. En su última etapa el presidente de color estadounidense pretende hacer olvidar discutidas intervenciones de EEUU, desde la guerra perdida –y hoy no menos simbólica– de Viet-Nam hasta lo que algunos entienden como un genocidio nuclear en dos ciudades japonesas. Sin embargo, desde su independencia las relaciones de España con su ex-colonia Venezuela han sido buenas y existe una numerosa colonia española en Venezuela. Poco tenemos que ver con la situación que atraviesa este hermoso país retóricamente hermano, de tantas riquezas naturales, que atraviesa por graves dificultades socio-políticas. El nacimiento de Podemos y sus vinculaciones económicas en los orígenes con el régimen chavista podrían configurar el detonante del inesperado atractivo que ha llevado en poco tiempo hasta su capital a dos ex-presidentes socialistas: Felipe González, al que se le impidió la entrada en el país, y a José Luis Rodríguez Zapatero, quien actuó de mediador junto a otros mandatarios de la zona entre el presidente Maduro y la Asamblea Nacional que pretende, tras una masiva recogida de votos, revocarle. Advirtió Zapatero buena disposición en ambas partes, pero parece difícil cortar el nudo gordiano de una situación envenenada. Los ataques verbales de Nicolás Maduro a un Rajoy beligerante contra el chavismo llevaron a llamar a consultas a nuestro embajador, aunque regresó de nuevo a Caracas a la vista de la situación que debe soportar la colonia española. Albert Rivera, líder del minoritario grupo de Ciudadanos, aceptó la invitación de la opositora Asamblea Nacional y, pese a las dudas de si se le debía permitir o no la entrada en el país, como sugirió Diosdado Cabello, expresidente de la Cámara, fue recibido en el aeropuerto por más de medio centenar de cámaras, convertida su figura por unas horas casi en el hombre de estado que aseguraba representar a la mayoría de partidos españoles, salvo Podemos. Su mediática llegada al país provocó expectación, porque el martes habló ante la Asamblea defendiendo una ley de amnistía que debería excarcelar a los calificados como presos políticos y la revocación presidencial. Recibido por la activista Lilian Tintori, esposa de Leopoldo López, encarcelado en la prisión de Ramo Verde, con el que se le permitió hablar por teléfono, se entrevistó con el opositor Henrique Capriles, del MUD, quien no había tenido empacho en declarar que «un levantamiento militar está en el ambiente», pero le fue impedido el encuentro con Antonio Ledezma, ex alcalde de Caracas, en arresto domiciliario y Daniel Caballos, ex alcalde de San Cristóbal, en la misma situación. La reacción de Maduro, de quien José Mujica, el siempre sensato ex presidente de Uruguay, ya sin complejos diplomáticos, declaró que «está loco como una cabra», se tradujo en maniobras militares y cierta predisposición a un diálogo más que necesario, porque la vida diaria del venezolano se ha convertido en pesadilla. No sólo es el país más violento y peligroso de América Latina y del mundo, sino que sus hospitales públicos están tan desabastecidos como sus supermercados. Incluso la fábrica de Coca Cola acaba de anunciar su cierre por falta de azúcar y se mantienen las restricciones de energía (los viernes ya se han declarado festivos).

Alojado en la embajada española, la actividad de Rivera ha sido febril demandando en los medios no oficiales un diálogo que debería ser posterior a la liberación del centenar de presos políticos. Cualquier presión en este sentido no puede dejar de ser aplaudida, aunque llevaría a preguntarnos si actitudes semejantes deberían tomarse también ante situaciones políticas conflictivas en otros países hermanos –o casi– como Argentina y Brasil por no mencionar los no tan ajenos de Oriente Medio o Turquía. Venezuela, con sus 31 millones de habitantes concentrados en un 94% en grandes ciudades (Caracas supera los 7 millones y Maracaibo y Valencia los 2,5) ocupa el puesto 44 del ranking del PIB (alrededor de 13.600 dólares) y su situación económica no es ajena a la básica dependencia del petróleo. Dejó de ser aquel país ganadero simbolizado por Rómulo Gallegos en su novela «Doña Bárbara», y poco tiene que ver con la España de hoy, dividida aunque no enfrentada. Deberíamos, pues, preguntarnos por las razones que han trasladado el escenario electoral español hasta aquellas latitudes y no han sido tan sólo razones humanitarias. Poco podemos hacer para resolver una situación política que divide aquel país, porque resulta alejada de los problemas que nos afectan. Venezuela forma parte de Mercosur, de Unasur o de la Alianza del Pacífico (junto a Chile, Perú, Colombia y México). Se halla en su órbita y no en la de la UE. El efecto Podemos no debería distraer a los líderes españoles de nuestros propios fantasmas. Los tenemos, pero ninguno de ellos se llama chavismo. Que no se chapotee en barros ajenos.