El trípode
Ultraderecha sin ultraizquierda
Ya se sabe que, ante la incomparecencia de la derecha, la izquierda se cree la única legitimada para establecer esos calificativos
Anteayer fue la fecha elegida para la presentación en sociedad de la nueva y última marca escogida –de momento– por los ideólogos de la «izquierda de la izquierda», situada a la izquierda del PSOE, según la definición dada a ese espacio por parte de Pedro Sánchez. Sus terminales mediáticas, tan prestas a calificar de «ultraderecha» al partido situado a la derecha del PP, pese a ser la tercera fuerza parlamentaria a nivel nacional con 52 escaños, parece les tiemblen la voz y la mano para calificarlo de «ultraizquierda» como procedería en adecuada correspondencia a dicha ubicación en el espectro ideológico. Ya se sabe que, ante la incomparecencia de la derecha, la izquierda se cree la única legitimada para establecer esos calificativos, y así vemos que en Finlandia, la primera ministra Sanna Marin, «socialdemócrata» tan del gusto sanchista, ha quedado en tercera posición con 43 escaños, superada por el partido conservador con 48 y –¡horror!– por la «ultraderecha» con 46. El calificativo no es neutral por cuanto en el imaginario colectivo estar identificado con un espacio político y electoral calificado de «ultra», tiene una carga peyorativa. Es la semiótica del lenguaje, que impone el perímetro donde se ubica el debate de las ideas y proyectos políticamente «correctos»; es decir, aceptados por el sistema. Estar ubicado fuera de él implica ser un outsider, y por tanto, un competidor con pocas posibilidades de éxito por estar al margen de las ideas dominantes y las tendencias más comunes. De aquí deriva el afán por estar en una posición considerada como centrada y alejada de los extremos, centroizquierda o socialdemócrata por un lado, y centro, centroderecha o moderado y conservador por el otro. La cuestión inevitablemente remite a conocer quién impone lo que es correcto o no en el debate público, pero adentrarse en la profundidad de esa incógnita conlleva el estigma de ser calificado de conspiranoico por quienes están al mando del sistema, y que son los auténticos y únicos conspiradores.
Preciso es reconocer y advertir que no se puede ver una oculta conspiración detrás de cualquier suceso, sea natural o humano, pero tampoco caer en la ingenuidad de creer que todo lo que sucede es una mera consecuencia aleatoria de la combinación del ejercicio de la libertad humana y las leyes de la naturaleza. Ya dijo el mandatario estadounidense Franklin D. Roosevelt, poco sospechoso de ultraderechista, que «cuando un suceso político se produce, hay que tener la plena convicción de que había sido debidamente preparado». Por cierto, no califiquen de conspiranoico ver siempre a Sánchez con la insignia de la Agenda 2030 en la solapa, como un apóstol de la religión climática.
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