Religion

El reino, aquí

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Dios Padre, uno de los frescos más emblemáticos de la Capilla Sixtina
Dios Padre, uno de los frescos más emblemáticos de la Capilla Sixtinalarazon

III domingo del tiempo ordinario

Hoy contemplamos el inicio de la vida pública de Jesús con su decisión de dirigirse a la tierra de los paganos, a quienes predica la llegada del reino de Dios. Nadie queda excluido de este anuncio, pues es la luz que ilumina hasta los más oscuros rincones de todo lo humano. Leamos y meditemos:

«Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: “Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”» (Mateo 4, 12-17)

El arresto de Juan el Bautista es un signo que marca la misión de Cristo. Ha concluido el tiempo de la preparación, ese que se había iniciado con la creación del mundo y había alcanzado su punto crucial en la primera Alianza con Dios en el Sinaí. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y su proclamación como el Ungido por parte de Dios Padre, se ha iniciado la plenitud de los tiempos. Las figuras preparatorias han pasado, tales como la Primera Ley, el sacrificio de los corderos y los oráculos de los profetas. Cristo es el Logos divino, el sentido y la verdad de todo lo que es, y que ahora ha tomado carne humana. La eternidad ha acontecido en el tiempo, abriendo a la historia de los hombres el canal para alcanzar la plenitud del ser divino. Como lo señalaba el Bautista el domingo pasado, él es la ofrenda definitiva, el Cordero de Dios, que viene para reconciliar y transformar el mundo desde su raíz.

Por Cristo la luz de Dios ha irrumpido en medio del mundo que se debatía en las tinieblas. Tinieblas del error para las mentes y de las pasiones sin razón para la fragilidad de la carne; en definitiva, tinieblas del pecado para las almas. Esa era la caduca y fatal condición del ser humano hasta que Dios salió a su encuentro, como el padre misericordioso hacia el hijo pródigo, indigno y que buscaba a tientas su hogar. No ha sido tampoco cualquier luz la que brilló sobre esas sombras, sino la luz de la bondad y la gracia, de la cercanía y el consuelo, de la paz, la verdad y el amor. Por eso vemos a Cristo salir de su casa y de su pueblo para ir siempre más allá, lo cual es una imagen de esa salida primordial suya, que fue su salida del seno del Padre para venir a traer su gracia a este mundo. Desde ahora le veremos avanzar continuamente hacia nuevos territorios: de Cafarnaúm, que era el paso de los paganos, hasta Jerusalén, donde su Pasión, su cruz y resurrección abren a todos el paso hacia la eternidad. Entre uno y otro lugar, pasará también por Samaría, tierra de renegados, subirá a los montes y navegará en los mares, comerá nuestro pan y lo multiplicará para muchos, descansará en el hogar de sus amigos, sanará a los enfermos y resucitará a los muertos. Así hará efectivo y evidente lo que anuncia el inicio de otro evangelio: «Él era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por él fue hecho el mundo (…) A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Juan 1, 9. 12).

La salida de Jesús desde Dios para iluminarnos continúa aconteciendo. Él sigue viniendo a clarear nuestras sombras. Sigue alentando a los fatigados del camino, sanando a los enfermos, liberando a los oprimidos, dando pan a los hambrientos y construyendo la paz. Es lo que ocurre particularmente cuando sus seguidores continúan anunciando y haciendo vida sus palabras, asistiendo a los necesitados, enseñando a los ignorantes, comunicando su paz a las almas. Así sigue cundiendo y extendiéndose la luz divina entre las tinieblas del mundo. Así él nos hace tomar parte en su misión de llenar de sentido y de amor todo espacio y todo tiempo en que nos encontramos.

Contemplar la cercanía de Dios hacia nosotros ha de movernos a hacer que su presencia penetre y transforme cuanto Él nos encomienda, comenzando por nuestras propias oscuridades personales. Leer el evangelio, que nos muestra todas las acciones y palabras cercanas y transformadoras de Cristo, ha de abrirnos a su gracia. Esta fuerza es la que nos va haciendo cada vez más semejantes a él y, con él y como él, nos convierte en reflejos del amor divino que ilumina, reconcilia y abre este mundo nuestro a la grandeza de Dios. Procuremos hoy corresponder a este don.