
Religión
La alegría que busca y cura
Textos de oración ofrecidos por el párroco en el Valle del Lozoya, Madrid

Domingo XXIV del tiempo ordinario
La misericordia de Dios no ampara la indiferencia. Él sale al encuentro, cura, devuelve a casa y pide conversión real. El Evangelio de hoy presenta dos búsquedas que revelan el corazón del Señor: una oveja sobre los hombros del pastor y una moneda rescatada del polvo. En ambas late una misma promesa. Lee con reverencia:
«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ése acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
Hay rostros en torno a Jesús. Pecadores públicos se acercan con una incipiente conversión, fariseos y escribas que murmuran. Unos traen ansia de Dios, otros traen juicio. El Maestro responde con parábolas que no toleran trampas. Busca lo perdido y su alegría pide conversión. La misericordia no rebaja el bien, lo restituye. Misericordia et veritas obviaverunt sibi —la misericordia y la verdad se han encontrado—. Aquí no se canoniza a la extraviada, sino que se favorece su retorno.
La oveja extraviada retrata la impotencia del pecador. Es la criatura que no calcula ni regresa por sí. El pastor va tras ella. El verbo importa, pues muestra que la iniciativa es de Dios. En cuanto la encuentra, el pastor la carga sobre los hombros. La imagen vale por un tratado. El pastor bueno no empuja a latigazos; asume el peso. San Agustín gustaba de contemplar esos hombros cargados como anuncio de la cruz. Ahí el amor no justifica la herida, la sana.
La moneda perdida evoca otro matiz. Esta no camina, yace. Sin luz y sin limpieza, no aparece. La mujer enciende la lámpara, barre, busca con cuidado. La Iglesia recibe este oficio. La que anuncia ilumina, la verdad que atestigua, esclarece. La escoba son sus santas exigencias, que ordenan. Su quehacer está representado en la búsqueda de esta mujer, que es la caridad que no se cansa. La moneda lleva imagen. Nosotros también. Imagen de Dios velada por el polvo del pecado, pero no borrada. Cuando el alma se deja encontrar, levantar y limpiar, esa imagen brilla. Por eso San John Henri Newman señaló que la conciencia no fabrica la verdad;, sino que la reconoce cuando alguien muestra su esplendor.
En ambas escenas, la alegría irrumpe. Chará (χαρά), gozo. No se trata de un alivio temporal. Se trata de la fiesta de Dios. Y esa fiesta tiene condición: metánoia (μετάνοια), conversión. Jesús lo dice con claridad. El cielo se alegra “por un solo pecador que se convierta”. La misericordia no es una palmadita en el hombro. Exige respuesta y cambio de vida. Porque la gracia no firma complicidades, dejándonos como estábamos, sino que nos hace capaces de ser mejores.
Hay caricaturas que conviene rechazar. Hay quien confunde misericordia con condescendencia que relativiza el mal. Hay quien convierte la justicia en algodones que nos adormecen. Pero la medida de Cristo es otra: amor que encuentra y verdad que transforma. Por eso la compasión cristiana no blanquea el pecado, pero da esperanza al pecador. La compasión cristiana mira a la herida, aplica medicina, acompaña el tiempo de cura y celebra la vuelta a casa. La misericordia cristiana se arrodilla ante Dios y se inclina ante el hermano sin mentir sobre lo que duele.
La parábola de la oveja enseña el primado de la gracia. La de la moneda, el trabajo fino que reclama la conversión. Dios busca, Dios ilumina, Dios limpia. El hombre consentirá. La libertad no crea la salvación; la acoge. La confesión sacramental encarna este itinerario: luz que revela, palabra que discierne, absolución que levanta, propósito que ordena. Por eso, quien ha sido perdonado aprende a perdonar sin ingenuidad. Quien ha sido encontrado deja de juguetear al borde del precipicio. La Iglesia impide que el hombre muera de libertad mal entendida, como dijo Chesterton.
Tolkien, en su genialidad filológica, acuñó un término para definir el giro feliz que resuelve una historia al borde del desastre: eucatástrofe. Las dos parábolas hoy proclaman ese giro: he sido buscado. Fui hallado. Me cargaron sobre hombros que no se rinden. Encendieron una lámpara para mí. Barrieron la casa para rescatar mi imagen. El cielo se alegra cuando acepto esta historia. Aceptar esa alegría me transforma e ilumina.
El pastor carga “muy contento”. La mujer convoca a las vecinas. La alegría se expande. Nada hay más misionero que un perdón reciente. Ningún signo más elocuente del reinado de Dios que un alma en gracia. El poeta G. M. Hopkins lo ilustró con finura: cuando Dios habita, lo ordinario queda cargado de su gloria mansa. Esa gloria tiene costumbre de casa: vuelve humildes a los soberbios, sobrios a los dispersos, fieles a los inconstantes. Son los signos del verdadero seguimiento a Jesús: aumento de fe, esperanza y caridad. Señales infalibles de que nos hemos dejado encontrar por el que nos levanta del polvo.
Pero estas parábolas también señalan un aviso para las “noventa y nueve”. No conviene convertir la seguridad en rutina orgullosa. Si examinamos honestamente, entre los que se dicen cristianos hay muchas ovejas cansadas y cansinas, así como también monedas de poco brillo. Por eso el rito de la Penitencia al inicio de la misa no es cortesía; es verdad que purifica y nos llama a ser mejores. Por eso la absolución sacramental es su sello, que hace respirar al alma.
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