Benedicto XVI

Cohabitación entre Papas

La Razón
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Henos aquí ante otro momento «histórico» que muchos se empecinan en no comprender como si les costase renunciar a prejuicios que uno ya no sabe si pueden ser considerados racionales.

Joseph Ratzinger, que dejó de ser Papa hace veintitrés días, y Jorge Mario Bergoglio que lo es sólo desde hace diez, decidieron reunirse en un encuentro cordial, más aún fraterno y que no quisieron convertirlo en espectáculo ni tampoco ocultarlo como si se tratase de un conciliábulo. Lo hicieron a la vista de todos, lo cual no significa que se entregasen a ningún culto a la personalidad papolátrica.

Pues bien antes, durante y después del almuerzo en Castel Gandolfo hemos leído y oído comentarios peregrinos por no utilizar adjetivos más negativos. Parece que el Papa emérito y el Papa reinante tuvieran que pasarse no sé qué documentos ultra secretos ( ¡un código atómico!) o que tuvieran que inscribir en una lista negra a este o aquel cardenal reo no se sabe de qué horrendas traiciones o, ¿por qué no?, transferir fondos del Instituto para las Obras de Religión a –hasta ahora ignorados– paraísos fiscales. Pura fantasía.

No había más que ver su primer abrazo para entender que se trataba de algo muy diferente: un encuentro fraternal, una cita concertada para abrir mutuamente las fuentes de los propios afectos hechos de respeto y seria lectura teológica de su nueva condición ante Dios y ante la Iglesia. Ratzinger y Bergoglio sabían muy bien cada uno a quién tenían enfrente y no se vislumbraba entre ellos la más mínima sombra de equívoco.

Bien es verdad que hay que remontarse a varios siglos atrás para encontrar una situación semejante, pero a la Iglesia –a pesar de lo que crean algunos–no le asustan los cambios ni las novedades. El Papa Francisco y su predecesor Benedicto XVI van a ser capaces de inventarse un modo de relacionarse manteniéndose cada uno en su sitio. Van a mantenerse en contacto, por supuesto, porque no hay nada que temer sobre la posibilidad de un poder paralelo o de una injerencia indebida.

Lo que hoy hemos visto – poco a decir verdad– ha sido muy edificante. Y muy eclesial porque sólo desde un gran amor a la Iglesia puede vivirse sin drama alguno una situación tan nueva como la creada con la renuncia de Benedicto XVI.