Religión

Hijos de la resurrección

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

"Moisés ante la zarza" (1617), de Domenico Fetti
"Moisés ante la zarza" (1617), de Domenico FettiMuseo de la Historia del Arte, Viena.

Meditación para este domingo XXXI del tiempo ordinario

¿Tiene la muerte la última palabra sobre la vida? ¿Es el devenir hacia la fatalidad o podemos esperar más allá de su sentencia? El evangelio de este domingo nos revela el sentido de la esperanza cristiana, que sobrepasa los límites de lo pasajero y que aparentemente transcurre hacia la nada. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:

“Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano’. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer”.

Jesús les dijo:

“En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.

Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lucas 20, 27-38).

La revelación de Dios es el acontecimiento más completo y a la vez el más sencillo que se ha dado sobre la tierra. Pero los seres humanos estamos heridos. El pecado endurece nuestros corazones y nos confunde. Por eso podemos complicar la buena y bella noticia de la Vida. La de la vida eterna, que es la verdadera. El saduceo de este pasaje es un claro ejemplo de cómo tendemos a reducir la trascendencia y lo imprevisible de Dios en nuestras pequeñas y mezquinas categorías.

Los saduceos eran un grupo del judaísmo que no creía en la resurrección de los muertos. Limitaban su horizonte solo a lo que se pudiera conseguir en el poco tiempo que pasamos en este mundo. Entendían la salvación como algo meramente histórico, económico y político. No esperaban nada más. Por eso este evangelio habla hoy a los que únicamente ponen su esperanza en lo transitorio de esta vida, sin anhelar y comprometerse por lo eterno.

Cristo desenreda la maraña retórica del saduceo con una sencilla frase: «Para Dios todos viven». Y propone este vivir en Dios no como una inmortalidad sin más, sino como la plenitud de la existencia en su presencia: «Son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección». Es decir, la vida eterna que él ha venido a ganarnos con su cruz es llegar a participar de la misma gloria de su Pascua.

Resucitar con Cristo es participar de su victoria sobre el pecado y el mal, el estar completos en nosotros mismos, libres y fuertes para alabar a Dios sin reservas ni parcialidades. Tomemos entonces un momento para meditar y pedir al Buen Dios que podamos experimentar esa plenitud que Él quiere darnos, sin complicar su evangelio con mezquindades ni argumentos retorcidos.

Cuando se vive serenamente la fe, sopesamos en su justa perspectiva mucho de lo que nos agobia el presente: los bienes, la aprobación de otros, incluso la propia salud y la vida física. Es lo que nos deja ver el duro y potente relato del martirio de los hermanos Macabeos en la primera lectura de hoy. Uno tras otro, éstos ofrecieron sus vidas en fidelidad a Dios y para edificación de sus hermanos.

A los macabeos les venía la fuerza de una certeza: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará» (2ºMac 7). Este mensaje va en contracorriente de todo lo que nos proponen los argumentos blandos y descomprometidos, que promueven el pecado y la mediocridad también con argumentos muy falaces. Ante esto sólo los convencidos y coherentes pueden responder hoy con la respuesta necesaria: el testimonio de la fe que nos gana la vida eterna. La gloria es para quien pone todo en juego por lo que no es, en absoluto, un juego, sino lo más serio que pueda pensarse: ser tan libre como para ofrecer la propia vida por amor.

Pero ¿dónde encontramos la fuerza para vivir con esta radicalidad? Démonos cuenta de que es la victoria de Cristo sobre el error y la muerte, tal como se nos da en cada sacrificio de la Misa. Allí lo más grande se hace lo más sencillo. El infinito amor de Cristo se nos da como trozo de pan y gotas de vino para convertirnos en alabanza con él y en él. Allí toda caduca espera se abre a la eternidad. Toda pequeñez es elevada a la mayor grandeza. Todo miedo y mediocridad son empujados hacia la santidad.

Por todo esto, volvamos a encontrar hoy en la Eucaristía el puente tendido hacia la vida eterna, viviéndola con toda su sencilla grandiosidad. Ella nos hace ir más allá de lo aparente y transitorio, hasta alcanzar lo que verdaderamente merecemos: vivir como hijos de la resurrección.