El sucesor de Benedicto XVI

Por qué Francisco

Emperadores, reyes, incluso santos, han llevado el nombre. Ahora, por primera vez en la Historia, lo ostentará un Pontífice

Entre las especulaciones que despiertan las elecciones del romano Pontífice una de las menos importantes, pero más curiosas y jugosas es la relativa al nombre. En no escasa medida, la elección del nombre –una práctica que comenzó ya en el siglo VI con Juan II, cuando este Papa decidió cambiar su nombre por otro de carácter simbólico– pretende conectarse con antecedentes espirituales presentes en antecesores. Precisamente por ello, existen en la lista de los Papas tantos Leones, Píos, Gregorios, Juanes o Benedictos. Razones no faltaban. No pocos Papas deseaban identificarse con León el grande, el hombre que había detenido a Atila a las puertas de la Ciudad Eterna y que había dejado de manifiesto que al imperio romano –ya exangüe– lo había sustituido una nueva Roma. Lo mismo sucedía con el nombre de Juan. Para los Papas que adoptaron su nombre la referencia estaba más ligada al discípulo al que Jesús amaba especialmente que al Bautista. No era para menos si se tiene en cuenta que el joven apóstol fue autor de un Evangelio y tres epístolas y, muy posiblemente, del Apocalipsis, pero, sobre todo, insistió en transmitir las palabras de Jesús sobre el amor. De manera bien significativa, uno de esos Juanes –el XXIII– daría lugar a un nombre papal compuesto, el de Juan Pablo, que deseaba unir el recuerdo de los dos Papas del Vaticano II. Más chocante es el caso de Pío. Muy pocos saben que el primer obispo de Roma que llevó ese nombre fue un mártir. Con todo, los sucesores fueron apelando también a otros antecesores del mismo nombre con características ciertamente notables hasta llegar a Pío XII. Poco conocido también es el primer Benedicto, pero lo cierto es que logró enfrentarse con invasiones como la de los lombardos, ampliar el poder de la sede romana e influir en la elección del primer Gregorio. Fue este Papa el primero que utilizó el apelativo de «siervo de los siervos de Dios» y quizá eso explica el por qué su nombre fue utilizado por sucesores suyos verdaderamente notables como fue el caso de Gregorio VII, uno de los Papas de mayor relevancia e influencia de una Historia secular. Con todos estos antecedentes, resulta verdaderamente llamativo que el pontífice recientemente electo haya optado por un nombre inédito en la Historia del papado, como es el de Francisco. Por supuesto, todo lo que se diga al respecto no dejará de ser especulación más o menos atinada, pero la verdad es que el nombre puede obedecer a varias explicaciones. De entrada, siendo jesuita –el primero en llegar al trono pontificio– la referencia obligada es la de dos de los primeros santos de la Compañía de Jesús, ambos de extraordinaria relevancia y ambos españoles. El primero es Francisco de Borja. Miembro de la misma familia de la que procedía el Papa Alejandro VI y duque de Gandía, Francisco fue un hombre marcado por la visión de cara horrible de la muerte y por el deseo de servir a un señor que no muriera. De mayor repercusión si cabe fue Francisco Javier. Entregado a la causa de la expansión del catolicismo, navegó hasta Extremo Oriente, primero, apoyado en las posiciones portuguesas existentes ya en las Indias Orientales y luego deseando llegar a la legendaria Catay. Su éxito no fue el esperado, pero, ciertamente, abrió el camino a un impulso jesuita en Asia que persiste hasta la actualidad. Cualquiera de las dos figuras podría haber inspirado al Papa Francisco, tanto por la búsqueda de una visión del mundo más centrada en Cristo que en los señores temporales como por el deseo de extender un catolicismo en tierras donde su presencia es escasa o incluso está en retroceso. Con todo, no es la única explicación posible. ¿Y si el nuevo Papa –hijo a fin de cuentas de emigrantes italianos– ha querido dibujar un guiño a uno de los santos más populares en Italia y en todo el mundo, el famoso «poverello»? La respuesta –insistamos en ello– la dará el propio Pontífice.