Coronavirus
Un relato Covid
«El termómetro se ha convertido en una medida de mi temperatura corporal y de mi flaqueza y debilidad mental», afirma en un artículo de opinión el dr. José Abad Almendariz, coordinador nacional de Psiquiatría de Asisa y coordinador general de Lavinia
El circunspecto Dr. Abad fue confinado, como el resto de la población, el día 14 de marzo de 2020. Ese mismo día comencé a sentirme destemplado: escalofríos y crecientes dolores articulares que se fueron haciendo insoportables. Comenzó la anodina y pertinaz fiebre. No cabe duda de que se trataba de un cuadro intrascendente, banal.
Durante esos primeros días continué con una vida organizada y metódica, ocupándome fundamentalmente de la puesta en marcha de la ayuda psicológica y psiquiátrica que iba a precisar el grupo Asisa y sus asegurados. Simultáneamente atendía correos y llamadas del día a día. A lo largo de los días fueron remitiendo los dolores, pero el malestar general fue acrecentándose y la indeseada fiebre me visitaba con su voluptuosa presencia.
Comienzan los autoengaños: por un lado, continúo atendiendo sin moderación los correos y el teléfono, creo estar bien; por otro lado, enmascaro los síntomas con el impenitente paracetamol. La máscara de coraje comienza a mostrar fisuras. No me doy cuenta e ignoro el famoso dicho, «consejos vendo, pero para mí no tengo». Pasados siete u ocho días, no recuerdo con exactitud, comienzo a languidecer. El cuerpo va mostrando su precariedad e indigencia. Mi pensamiento se hace grumoso, lento, atolondrado y confuso. Empiezo a sentir repugnancia por la comida. He perdido mi olor corporal y, sin embargo, capto un olor indefinible que no puedo precisar y que percibo intensamente. ¡Es el olor del «canallavirus»!
Mi repudiada fiebre me visita todos los días y a todas horas. Progresa el autoengaño: me resisto a aceptar que estoy peor. Mis referentes están perdiéndose. Comienzo a ensimismarme y me voy alejando del bullicio del mundo. No percibo el hundimiento, el desplome. El ínclito Dr. Abad navega al pairo. Isabel, mi hija médico, se presenta abruptamente en casa, me explora y no da margen a la duda, «te llevo ahora mismo al Hospital Moncloa». Ofrezco una débil e inútil resistencia. Me tienen que ayudar a vestirme. Fugazmente veo el rostro de mi mujer. Está en shock. Siento pánico y callo.
El viaje al Hospital Moncloa se convierte en un trayecto alucinante, en una experiencia irreal con un Madrid vacío, silencioso, fantasmal. En el parque del Oeste nos detiene un coche camuflado de la Policía Municipal. Todos estamos enmascarados, es una escena surrealista que me provoca una sensación de horror. Nos acompañan hasta las Urgencias. Con dificultad me adentro en un Hospital de Guerra, la belicosa tragedia ocupa todo el escenario. Me dicen que he empeorado y que tengo que ingresar. Me hablan de una analítica disparatada y de una radiografía que no termino de entender. Aunque no tengo disnea, me falta fuelle para expeler el aire y articular palabra.
No hay camas y somos 30 pacientes en lista de espera. Me trasladan a un salón amplio repleto de sillones dispuestos en paralelo. La imagen no deja de ser dantesca, enfermos recostados exudando pavor rodeados de solícitos médicos y enfermeros enfundados en trajes de buzo y enmascarados. Su voz está distorsionada. No hay tacto ni contacto. Sólo ves espectros. Por momentos creo que estoy viviendo una pesadilla y que estoy dentro de una realidad distópica. Siento una intensa y duradera fragilidad emocional. ¡Me aterra la soledad!
Al poco de estar allí, mi inevitable sesgo profesional me hizo interesarme por los que me rodeaban, personas jóvenes que mostraban sin tapujos su enfermedad y miedo. Sin darme cuenta, me convertí en otro médico más de la Urgencia. Recuperando mi identidad de médico, no cabe duda de que eran los otros los que estaban irremediablemente enfermos. Nuevo autoengaño: negación, enmascaramiento, disociación, forman parte de mi equipaje.
Al cabo de unas horas, consiguen una cama. Llego desfondado, creo encontrarme bien y la fiebre está por encima de 38º. Inevitablemente, la realidad se impone. En los siguientes días fui empeorando, la fiebre se convirtió en una obsesión y tomarme la temperatura en un permanente fracaso. ¿Y si este «canallavirus» estuviera acabando conmigo? En esos momentos de terror y desaliento conté con la impagable presencia de mi médico, que me mostraba sus dudas e incertidumbres, pero también su proximidad, atenta escucha y afecto compartido.
Un buen día, recuerdo que lo he olvidado, la maldita fiebre comienza a mostrar ciertas dudas y empiezo a sentir con alborozo su ausencia. La analítica y RX muestran una esperanzadora y ligera mejoría. Empiezo a recuperarme y, con asombro y una cierta inseguridad, comenzamos a pensar en el alta. Hablando con franqueza y después de tanto autoengaño, en estos momentos me siento más seguro y protegido en un hospital de guerra virológica que en mi confortable casa. En estos días de mejoría el termómetro se ha convertido en una medida de mi temperatura corporal y de mi flaqueza y debilidad mental. Temo que la fiebre reaparezca, me da pavor tomarme la temperatura. No tener fiebre se ha convertido en una forma de vida. Soy claramente dependiente de tan vulgar sistema de medida. Mi humor varía con la temperatura.
Cuando llegué a casa la sentí fría, ajena. Mi despacho, mi sillón favorito, me resultaban extraños. Paso de refilón por mi biblioteca, hace dos semanas que no leo. Desde que mi padre dejó de contarme cuentos, jamás he dejado de leer. Ahora no, no puedo negar que tengo miedo. El insoportable termómetro me acompaña a lo largo del día. Antes era la fiebre. Ahora es el miedo de volver a tenerla. Con el paso de los días voy recuperando una cierta seguridad y confianza. Estoy mejor. He salido ileso de la inefable experiencia Covid. Habrá que ver cómo integro y elaboro dicha experiencia en mi mermada personalidad y vida. Sin embargo, no tengo la más mínima duda de que merece la pena vivirla. Es todo un conocimiento que he querido compartir contigo.
P.D. 1. Mi reconocimiento y afecto a P. Vicente y C. Zarco y especialmente a J.C. Abad, a quien dedico estas notas dispares. También quiero mostrar mi gratitud a los profesionales sanitarios y no sanitarios del Hospital Moncloa. Es muy doloroso no poder agradecer a unas personas sin cara, embozadas y solícitas, que me han atendido y cuidado. Propongo, cuando se pueda, que reeditemos el motín de Esquilache inverso. 2. Hace un par de días me he animado a acercarme a mi biblioteca y casualmente he optado como primera relectura un significativo título «Elogio del olvido» de David Rieff. Mi inconsciente me delata. 3. En este estado de disforia en que me encuentro, me atrevo a hacer una inútil predicción: después de la tragedia que estamos padeciendo, vendrán tiempos de alegría, éxitos y celebraciones. 4. Sobrevendrá el olvido. No somos más que un puñado de mecanismos de defensa que nos ayudan a sobrevivir. Somos recuerdo y olvido fugaces.
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