Iglesia católica

Francisco decreta el fin del paraíso... fiscal

La constitución «Praedicate Evangelium» recoge las reformas que el Papa está aplicando para acabar con las corruptelas y que ya ha rebajado los números rojos del Vaticano

Cincuenta céntimos de euro de la Ciudad del Vaticano con el retrato del Papa Bergoglio Francisco I
Cincuenta céntimos de euro de la Ciudad del Vaticano con el retrato del Papa Bergoglio Francisco Idreamstime

Cuando Benedicto XVI entregó a Francisco una caja nada más ser elegido Papa, le dijo: «Aquí están las actas con las situaciones más difíciles, llegué hasta aquí, intervine en esta situación, empuje a esta gente y ahora te toca a ti». Hay quien dice que en su interior se daba cuenta de una bancarrota de órdago que deslizaba escándalos varios de corrupción que comenzaban a aflorar. El Papa argentino se tomó la asignatura pendiente como propia y se marcó como objetivo lograr la transparencia total en las cuentas, de la misma manera que está aplicando la tolerancia cero contra los abusos.

Un empeño que ahora parece dar sus primeros frutos. Hace unos días se presentaba el balance de 2021 que dejaba solo 3 millones de euros de déficit en la Santa Sede frente a los 33 previstos dentro de un presupuesto anual de 1.100 millones, lo que refleja prácticamente un escenario de equilibrio. También hablan en positivo el superávit de 8,11 millones de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, el organismo que gestiona el patrimonio.

Lo cierto es que en estos nueve años de pontificado se han ido poniendo las bases para que la Iglesia deje de ser un paraíso fiscal, en aras de la transparencia que permitan lograr el respaldo del Moneyval, el órgano de lucha contra el blanqueo del Consejo de Europa pero, sobre todo, ofrecer garantías a los fieles de que el dinero que donan se administra con ejemplaridad evangélica. Por ejemplo, se llegaron a suspender hasta 5.000 cuentas del banco vaticano, conocido como Instituto para las Obras de Religión. También se ha acabado pagar con «cash» y en sobre en el Dicasterio para las Causas de los Santos: solo tarjeta para que no haya pagos en «b» para elevar a un católico a los altares. De la misma manera, se prohíbe que los directivos curiales acepten regalos por valor de más de 40 euros.

Todas estas medidas y otras tantas se recogen en la constitución apostólica «Praedicate Evangelium», vigente desde junio, que recoge la gran reforma de la Curia y que Francisco expondrá a fondo todos los cardenales en una cumbre extraordinaria a finales de este mes. Allí les recordará que ya se controla cualquier transacción financiera de todo departamento vaticano, con un registro de personal autorizado para contratar y otro de empresas colaboradoras, con veto obligado a cualquier entidad condenada por fraude o que se dediquen a actividades contrarias a la Doctrina Social.

Ante esta revolución del cepillo no son pocos los que consideran que la oposición ideológica a Jorge Mario Bergoglio, responde más bien a un rechazo a este ajuste de cuentas, con las correspondientes minas que le habrían ido colocando.

Según ha podido confirmar LA RAZÓN, cuando el equipo económico del Papa actual solicitó un primer informe sobre las propiedades del Vaticano en Europa descubrieron que ni tan siquiera había un documento con un registro real de los bienes inmuebles, lo que permite hacerse una idea del descontrol que se toparon.

En una primera fase, el pontífice argentino confió esta reorganización y limpieza en el cardenal australiano George Pell, al parecer no muy afín pastoralmente a Francisco, pero implacable en su gestión financiera en Oceanía. El «ministro» de Economía desembarcó en Roma en febrero de 2014 con sus asesores fiscales, pero cuando comenzó a levantar alfombras, las acusaciones sobre abusos a menores les devolvieron a las antípodas en julio de 2017 y estuvo encarcelado durante 13 meses para después ser absuelto de todos los cargos. «Fui un cabeza de turco. Mi mayor error fue subestimar las fuerzas oscuras del Vaticano», llegó a afirmar hace un año a la revista «Vida Nueva» sobre este periplo judicial que no sólo le llevó a la cárcel, sino que frenó en seco el encargo papal para respiro momentáneo de algunos.

Durante dos años, Francisco estuvo buscando sustituto hasta que en noviembre de 2019 designó al jesuita extremeño Juan Antonio Guerrero como prefecto de la Secretaría de Economía de la Santa Sede, que se llevó a Roma a otro emeritense como número dos, Maximino Caballero, uno de los máximos responsables de la multinacional norteamericana sanitaria Baxter. Juntos han dado un vuelco al monedero curial, tal y como se sintetiza ahora en «Praedicate Evangelium» en una encomienda a contracorriente que ahora tendría su foco puesto en Propaganda Fide, el departamento que se ocupa de las misiones y, por tanto, de numerosísimas herencias donadas que requieren una puesta a punto.

La libertad y contundencia con la que ha actuado Francisco la ha facilitado el hecho de desembarcar en Roma como un migrante sin hipoteca alguna con los monseñores curiales. Sin embargo, llegaba entrenado frente al pecado de la avaricia. Por un lado, desde la austeridad bergogliana de serie. Por otro lado, porque siempre se mantuvo firme tanto con los guiños de compadreo de los gobiernos de turno en las negociaciones eclesiales fueran liberales o kirchneristas, y también a pie de obra como arzobispo porteño frente a las propuestas de las mafias de la droga, siempre dispuestas a financiar las sacristías a cambio de dejarles campar a sus anchas para enganchar a los jóvenes de las villas miseria, unos pactos envenenados que nunca acepto. A esto se une que, desde Buenos Aires ya tuvo que plantar cara a las corruptelas vaticanas, en concreto en relación con una operación vinculada a la nunciatura donde encontró al embajador español Santos Abril como aliado frente al todopoderoso cardenal Angelo Sodano, muñidor de la operación ejerciendo de secretario de Estado del Papa Wojtyla. Y todo, con una máxima que está aplicando al frente de la Iglesia universal: «El pecador puede llegar a ser santo, el corrupto no». Palabra de Francisco.