
Opinión
Brújula de la Iglesia
El pontificado promete movilizar con nuevo brío las energías dormidas

Los días que transcurren entre la despedida de un papa y el anuncio del nuevo pontífice tienen una profunda densidad que penetra más allá de la conciencia de ser testigos de un momento histórico de relevancia universal y nos hace sentir de una manera casi sensible el misterio que es la Iglesia, fundada por Jesucristo. En ese misterio de unidad, de comunión, hemos participado de una manera intensa y, desde luego, emocionada en los días de Sede vacante y en el Cónclave que se esperaba largo y ha sido casi fulminante. Tras el esperado «extra omnes», quedaban encerrados los cardenales hasta el momento gozoso en la fumata blanca anunciara la gozosa noticia. ¡Habemus papam! Pero no estaban solos sino rodeados y sostenidos por la oración del pueblo de Dios que se ha elevado desde todos los confines de la tierra. Las emociones se superponen. Menos de veinticuatro horas se han necesitado para lograr el apoyo de al menos 89 cardenales, dos tercios de las papeletas, al que desde hoy es el 267º sucesor de san Pedro. Es un momento de júbilo y de gran esperanza. Así lo vivimos, acogiendo con gozo a León XIV, el cardenal Prevost al que tuve oportunidad de tratar en diversas ocasiones cuando era obispo de Chiclayo.
¿Qué esperar de este pontificado?
La primera clave nos la sugiere el nombre de León. Su antecesor fue León XIII, autor de la primera gran declaración oficial de la Iglesia sobre temas sociales y económicos, la encíclica Rerum novarum, promovió valores como la justicia, la solidaridad y el respeto por la dignidad humana y sentó las bases para lo que hoy conocemos como la doctrina social de la Iglesia. Nuestra época, que adolece de graves problemas y desafíos, algunos antiguos y otros de índole radicalmente nuevos, va a seguir necesitando un liderazgo claro para mantenerse fiel a Jesucristo: un liderazgo que promueva simultánea y apasionadamente las dos grandes vertientes de su misión como Iglesia: la evangelización y la promoción humana, personal y social. Parece que en los dos ámbitos, León XIV tiene mucho que aportar.
Tengo además dos grandes deseos para este nuevo vector de la historia bimilenaria de la Iglesia: primero que se ponga bajo el signo de la santidad y segundo que tenga como marco y objetivo la fiel aplicación del Concilio Vaticano II. Cuando el papa san Juan Pablo II quiso preparar a la Iglesia y al mundo para el inicio del tercer milenio, publicó la Carta apostólica Novo Millennio ineunte y quiso poner a la Iglesia bajo el signo de la santidad, como el medio más eficaz de la nueva evangelización, en un mundo cada vez más secularización y sufriente. Creo que si el nuevo Papa, viviendo él mismo ejemplarmente desde una profunda intimidad familiar con Dios, promueve una oleada de santidad en los 1400 millones de católicos, muchos de los problemas acuciantes que padece nuestra sociedad pueden recibir una respuesta capaz de sanar y de renovar nuestro mundo, conduciéndolo decididamente por los caminos de esperanza que el papa Francisco deseó para la Iglesia y el mundo.
Son los santos los que han dado respuesta profética y salvadora a los problemas de cada momento. Los santos no se desentienden, se implican en los problemas y promueven eficaces iniciativas para dar soluciones muy concretas a problemas concretos. Por eso, esperamos que León XIV, promueva decididamente una pastoral de la santidad, fuente de toda acción fecunda en la Iglesia.
Espero también de este pontificado que mire, como sus predecesores, al Vaticano II como una «brújula» para la Iglesia del siglo XXI y una fuente de renovación para la Iglesia. Su legado sigue siendo relevante hoy en día, inspirando a la Iglesia a seguir adelante en su misión de anunciar el Evangelio y servir a la humanidad. Es tarea de nuestra época superar las interpretaciones equivocadas o incompletas que han buscado presentar una visión rupturista en lugar de una continuidad. Apertura a los nuevos amaneceres, pero sin dejar de apoyarse en el depósito de la fe y en la tradición de la Iglesia. Ese es el camino de una Iglesia misionera. Qué bien lo entiende este papa, hijo del gran san Agustín, que cantó a la «hermosura de Dios, siempre antigua y siempre nueva».
Llenos de gozo acogemos la invitación de León XIV a ser un pueblo misionero que, de la mano de Dios, camina hacia adelante y tiende puentes a un mundo necesitado de la luz de Cristo. Deseo de todo corazón que la paz de la que el nuevo Papa ha hablado en su primer discurso acompañe a un pontificado que promete movilizar con nuevo brío las energías dormidas de un laicado que fue, y debe seguir siendo, la gran esperanza del Concilio. Como el desafío es enorme, acojamos generosamente su llamada emocionada a la unidad.
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