Aventura

Un país maldito: la cuna de las tormentas de nieve

No existe en el globo otra región como la Antártida, con una historia geológica de 3.900 millones de años atrás

Un país maldito: la cuna de las tormentas de nieve
Un país maldito: la cuna de las tormentas de nieveAraceli Aranda

Nos encontramos en el paralelo 64º01’67”, a tan solo 2 grados del Círculo Polar Antártico, justo en las cercanías de las islas Bransfield y D’Urville. Ya lo he dicho y lo repetiré para que quede claro: no existe otro lugar en todo el globo como la Antártida, un territorio con una historia geológica que se remonta al menos a 3.900 millones de años atrás, cuando la corteza de la Tierra aún estaba caliente y las primeras rocas se habían enfriado lo suficiente como como para generar una delgada placa que fue el antecedente de la forma continental que conocemos hoy, cubriendo uno de los polos de la Tierra.

Este continente helado representa cerca del 10 por ciento de la masa terrestre del mundo, es decir que su territorio es mayor que el de todos los países de Europa y los Estados Unidos juntos. Sin precipitaciones en la mayor parte de su territorio, con un promedio de menos de 100 mm anuales en el interior, es técnicamente un desierto, cubierto por una gruesa capa de hielo que puede alcanzar los 3 kilómetros de espesor y que representa el 97 por ciento del hielo de todo el planeta y más del 70 por ciento del agua dulce disponible. La temperatura promedio alcanza los 50 grados bajo cero. Como dijo el famoso explorador polar australiano Douglass Manson en 1912: “Estamos en la periferia de un continente cerrado donde el aliento frío de un vasto desierto polar se acelera con tormentas eternas que surgen en los mares del norte. Hemos descubierto un país maldito. Hemos encontrado la cuna de las tormentas de nieve.”

La isla D’Urville es una de las más grandes de las tres islas que hay en el extremo de la península antártica. Fue descubierta en 1838 por el navegante Dumont D’Urville. Al pie de los rojizos acantilados Madder, de 300 metros de altura, anidan cerca de 45 mil parejas de pingüinos ‘adelaida’. En cuanto la vista tropieza con estas aves antropomorfas se sabe que se ha llegado a la Antártida. Desde el pequeño pingüino adelaida con esmoquin y el de penacho, hasta el más grande del mundo, el elegante emperador, estas criaturas están aquí en su hábitat: el mar, el hielo y la costa. Verlos salir del agua o deslizarse por el hielo como si fuera un tobogán es todo un espectáculo. Se escuchan sus cacofónicos graznidos y puede verse como retozan, salen del cascarón, mudan el plumaje y cuidan de sus crías. Pero la mano del hombre también les está afectando. Biólogos uruguayos se encuentran realizando desde la base polar ‘Artigas’ un estudio sobre los cambios de hábitos alimenticios, debido a la rapiña que llevan a cabo los pesqueros de nacionalidad china en estas aguas. Sus sistemas de pesca masiva están provocando que cada vez llegue menos pescado hacia las zonas de costa lo que hace que estas aves tengan que nadar hacia aguas más abiertas y profundas para encontrar alimento.

Hoy LA RAZÓN sale de expedición con miembros de la base polar expertos en glaciología, la disciplina que se ocupa del estudio del hielo que se forma en la superficie del suelo y del mar por un proceso natural. Nos desplazamos en rápidas zodiacs entre icebergs desprendidos de zonas cercanas y que sirven de refugio para algunos pingüinos. Mientras esperamos para desembarcar, dos inmensas ballenas jorobadas se cruzan en nuestro camino hacia la zona de la playa donde debemos desembarcar. Aquí se aprovecha hasta el último minuto de sol que en el verano antártico comienza en noviembre y finaliza a principios de febrero. Hoy el sol ha salido en este rincón del planeta a las 05:00 de la mañana y el crepúsculo ha llegado a la 02:30, en total más de 20 horas de luz solar que hace que sea difícil mantener un ritmo constante y organizado de las tareas en la base polar, el barco de exploración y en el reloj biológico de cada ser humano que nos encontramos en este lugar.

Los expertos afirman que el clima hostil y las largas horas de sol hacen que sea común compararlo con lo que se enfrentan las personas que viajan al espacio o que permanecen durante meses en la Estación Espacial Internacional. No se trata de nada descabellado comparar el espacio con la Antártida. En el espacio se requiere de una protección total contra el vacío y el frío, con vestimenta adecuada y la ingesta de alimentos y líquidos necesarios para sobrevivir tal y como sucede aquí en la Antártida. “En una ocasión pasé dos horas a la intemperie y la oscuridad total a 70 grados bajo cero, vistiendo todas las prendas posibles contra el frío. […] Fue una experiencia muy incómoda e intensa que bien podría compararse a la de un paseo espacial,” cuenta Dan McTierman, responsable de logística de la base polar estadounidense. El explorador australiano Manson tenía razón, porque sencillamente en la Antártida nadie sobrevive solo, pero también es bien cierto que nadie regresa de la Antártida tal y como llegó. Al menos eso me pasará a mí.

No era país para mujeres... hasta ahora

Una de las grandes particularidades de la historia antártica es la nula presencia de mujeres. Algunas fueron rechazadas por carta de manera sistemática. Otras se escondieron en las bodegas de los barcos o simulando que eran hombres. De la mayoría de ‘pioneras’ antárticas no existen más que unos pocos datos e incluso a día de hoy, en la era de internet, muchas de ellas aún siguen siendo anónimas. Y las que aparecen con nombre y apellidos llevaban la coletilla de “esposa de…”. Uno de los primeros registros que se tienen de una mujer en aguas antárticas son de finales del XVIII, en un buque al mando de Joseph de Kerguelen de Trèmarec. En 1773, en su segundo viaje a la región, se supo que a bordo de la Roland, viajaba una joven llamada Louise y que “servía para su placer personal”. Durante los siguientes siglos, la mujer permaneció oculta, invisible y negada por los historiadores polares.

El siguiente registro es ya en 1930, cuando la noruega Ingrid Christensen, de 40 años y con seis hijos viajó en el ballenero de su esposo durante la década de los 30 del siglo pasado. En 1935, junto a la esposa de otro ballenero, llegaron a poner pie en el continente, pero no queda tampoco ningún registro. Ni en la “era heroica” (1897 a 1922) ni en la “era mecánica” hay rastro alguno. Un caso famoso sería el de la famosa científica escocesa Marie Stopes, quien en 1906 tuvo la oportunidad de conocer a Robert Falcon Scott. Stopes pidió a Scott que la llevara en su expedición de 1910 para recoger fósiles, pero el propio Scott respondió por carta: “Simplemente, no”. En esa misma expedición perderían la vida los seis hombres que alcanzaron el Polo Sur tras los noruegos, incluido el propio Scott.

El ‘machismo’ antártico no cambiaría hasta 1946, cuando la estadounidense Finn Ronne consiguió enrolarse en una expedición liderada por su propio marido. En los años 60, a pesar de que la URSS puso a una mujer en órbita, en el ‘Vostok 6’, estas seguían siendo parias en la Antártida. Tendría que acabar esta década para que llegara la estadounidense Lois M. Jones, la primera científica en liderar un grupo de mujeres en esta zona del mundo. Y hasta 1990, no llegó la exploradora Ann Bancroft, quien se convirtió en la primera mujer en llegar al Polo Sur sobre esquíes, junto a otras tres mujeres.

En 2018 llegó la mayor expedición de mujeres conocida, con 80 científicas a bordo, dentro de una iniciativa internacional para mujeres que trabajaban en el desarrollo científico y tecnológico. Hoy se calcula que el 30 por ciento del personal antártico, militares, científicos y técnicos, situado en bases polares son mujeres y la cifra sigue aumentando.