
Ciencia
La polémica del cambio de hora: ni ahorro, ni mejora en nuestra salud
Cerca de un siglo después, seguimos manteniendo una costumbre que ya no tiene muchas excusas para continuar

La palabra «polémica» tiene su raíz etimológica en el vocablo griego polemos, que significa guerra. Y en los últimos años, el cambio bianual a un horario de primavera u otoño se ha convertido en el caballo de batalla de diferentes iniciativas. Todas ellas enfrentando a diferentes bandos y con distintas armas. Así, el «ejército de hechos científicos» se enfrenta al de las costumbres arraigadas. Y el primero tiene todas las de ganar.
Este fin de semana, como viene siendo habitual, cambiaremos los relojes: de la madrugada del sábado a domingo se retrasarán 60 minutos para dar paso al horario de invierno. Pero mientras ajustamos manecillas, cada vez más estudios científicos y análisis económicos señalan que el cambio de hora no tiene justificación sólida ni en ahorro energético ni en salud pública.
La idea original del cambio de hora fue aprovechar mejor la luz del día y reducir el consumo eléctrico. En la práctica, sin embargo, ese ahorro se ha vuelto simbólico. Un estudio de la plataforma española Roams indica que un hogar se ahorra entre 2,77 € (tarifa estable) y 3,25 € (tarifa de discriminación horaria) durante los casi cinco meses que dura el horario de invierno.
Esto significa menos de un euro al mes, una cifra que difícilmente compensa los posibles efectos negativos del ajuste horario.
Además, informes de la Time Use Initiative y del Parlamento Europeo admiten que no existe evidencia clara de que el cambio de hora tenga un impacto real y consistente en el ahorro energético. La tecnología moderna (bombillas LED, climatización eficiente, hogares conectados) ha transformado el consumo eléctrico, reduciendo drásticamente la relevancia del argumento original.
Aunque en términos económicos el ahorro es mínimo, los riesgos asociados al cambio de hora son mucho más evidentes desde el punto de vista de la salud. Cambiar la hora implica desajustes de nuestro reloj biológico (el ritmo circadiano) que regula el sueño, el estado de ánimo, el metabolismo y otras funciones vitales.
Por ejemplo, un análisis publicado en el Journal of Clinical Sleep Medicine descubrió que más de la mitad de las personas se sentían más cansados tras el ajuste al horario de verano. Eso tiene consecuencias muy directas: aumento del riesgo de accidentes de tráfico e infartos.
En cuanto a salud mental, el paso al horario de invierno puede agravar la depresión estacional y aumentar los síntomas de ansiedad o tristeza en personas vulnerables.
Y en primavera, aunque suene contraintuitivo, ocurre algo similar. Un estudio realizado en Alemania a partir del panel SOEP (Panel Socio Económico) analizó el impacto del cambio horario en la satisfacción vital y descubrió que, en las dos semanas posteriores al ajuste primaveral, las puntuaciones de satisfacción de vida y sueño bajaban de forma estadísticamente significativa.
Y en una de las dianas científicas más claras de esta polémica, un estudio realizado con datos de 150 millones de personas, identificó vínculos entre el cambio horario y aumentos en enfermedades cardiovasculares, lesiones y trastornos mentales o del comportamiento. «Estimamos que cada cambio de horario de primavera está asociado con efectos negativos para la salud, con 880.000 incidencias a nivel mundial».
Aunque no todos los efectos son unánimes (algunos estudios no hallaron aumentos en suicidios en países específicos tras el cambio), lo cierto es que la evidencia señala que el desajuste horario conlleva costes de salud medibles.
Las razones para mantener el cambio de hora se basaban en el ahorro energético y en un mejor aprovechamiento del día para la actividad humana. Sin embargo, los contextos han cambiado desde que comenzara esta práctica, allá por inicios del siglo XX.
Por ejemplo, las bombillas LED consumen hasta un 80 % menos que las antiguas incandescentes, reduciendo dramáticamente la necesidad de «luz extra». Los hogares y edificios están cada vez más automatizados y conectados, lo que hace que los patrones de consumo dependan más de hábitos que de luz natural. Los análisis demuestran que el ahorro real medio es de 0,3 % o menos del consumo total. Tanto es así que el propio Parlamento Europeo reconoció que no existe una evidencia concluyente del ahorro energético por el cambio de hora.
¿Por qué seguimos haciéndolo entonces? La respuesta es, en gran parte, burocrática y tradicional. Cambiar de hora dos veces al año forma parte de la costumbre, de la coordinación entre países, de una lógica antigua que hoy no se alinea con la evidencia científica ni económica. Pero cuando los beneficios materiales y de salud son mínimos o negativos, la lógica invita a replantear la práctica.
Ante la ausencia de beneficios y la presencia de efectos negativos, las voces que piden abolir el cambio se hacen cada vez más fuertes. Unos años atrás, la Comisión Europea propuso poner fin al cambio de hora semestral en la UE y, como parte de la propuesta, también realizó una consulta en línea para conocer la opinión de los residentes de la UE sobre el tema. ¿Los resultados? Un 84 % de los ciudadanos de la UE quieren un solo horario anual.
El cambio de hora no es una política activa de ahorro ni una iniciativa que persigue el bienestar físico o mental. Más bien se trata de una tradición que persiste ya sin respaldo convincente. El ahorro eléctrico es casi simbólico y los efectos sobre la salud no son triviales. En este momento, tanto la economía doméstica como el bienestar físico y mental sugieren que el cambio de hora se demora más por inercia que por utilidad.
Y, como decíamos, la palabra polémica tiene su raíz etimológica en el vocablo griego polemos, que significa guerra. La pregunta, polémica, sin duda, es: ¿estamos en una pelea contra la evidencia científica o contra el pasado?
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