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La Razón
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La regulación del aborto en España, como es bien conocido, acaba de ser modificada. No eran pocos los que solicitaban que se diera un paso más hacia adelante y se expulsara del ordenamiento la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, dado que pone en riesgo la libertad de conciencia de los médicos, malea las relaciones paterno-filiales y, lo más grave, desbarata la protección –nimia, por lo demás– que, en su día, el Tribunal Constitucional brindó al no nacido.

La LO 2/2010 establece un sistema combinado de plazos y supuestos para la interrupción voluntaria de la vida del no nacido –a quien los juristas reconocemos con el término nasciturus («el que va a nacer»)–. Conforme al artículo 14 de la Ley, el aborto era libre en las catorce primeras semanas de gestación. Transcurrido este plazo, el artículo 15 establece un régimen de supuestos, de acuerdo con el cual cabe abortar hasta las veintidós semanas en caso de «grave riesgo para la vida o la salud de la embarazada» o de «riesgo de graves anomalías en el feto». El aborto está permitido en cualquier momento del embarazo «cuando se detecten anomalías fetales incompatibles con la vida», o «cuando se detecte en el feto una enfermedad extremadamente grave e incurable en el momento del diagnóstico» (art. 15.c).

A ello se añade que toda joven de dieciséis y diecisiete años puede abortar sin el consentimiento de sus padres, y no tendrá que informarles mientras «alegue fundadamente que esto le provocará un conflicto grave», v. gr., ante el riesgo de que «se produzca una situación de desarraigo o desamparo» (art. 13). Por último, el ejercicio de la objeción de conciencia queda supeditado a que la posibilidad de abortar no resulte menoscabada, y sólo se reconoce a los profesionales «directamente implicados» en el aborto (art. 19.2).

Este elenco de conceptos indeterminados sirve no tanto para ejecutar el motivo declarado de garantizar la «seguridad jurídica» (vid. Exposición de Motivos de la Ley, núm. 2), cuanto para dejar expedita la vía del aborto y hacer del mismo una salida algo más fácil.

El nasciturus ha quedado, sin embargo, definitivamente «hors la loi», despojado de su condición de persona, de su «status personae» –por más que éste se deduce, en buena lógica, del artículo 16 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos– que lapidariamente proclama que «todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica».

En 1985, el Tribunal Constitucional sentó la jurisprudencia actualmente vigente en relación con el aborto. Se trataba entonces de enjuiciar una ley que despenalizaba el feticidio en ciertos supuestos sin llegar a admitir, en ningún momento, el aborto a voluntad. El Tribunal Constitucional confirmó la ley impugnada porque entendió que los casos de despenalización ponderaban adecuadamente el valor de la vida del no nacido y los derechos de la madre.

Aunque el Tribunal eludió pronunciarse entonces sobre la titularidad del derecho a la vida por parte del nasciturus, reconoció que se trata de «vida humana» (FJ 5), y que encarna «un bien jurídico constitucionalmente protegido por el artículo 15 de nuestra Norma Fundamental» (FJ 7). Admitió, sin embargo, que cabía destruir esa vida en determinados casos –uno de ellos, por cierto, muy laxamente definido–. Con todo, ninguna lectura de la STC 53/1985 admite acabar con la vida del no nacido libremente, ni en las catorce, ni en las doce, ni en las seis primeras semanas de embarazo. Ello es tanto como privarle definitivamente de valor y convertirla en «vida sin valor vital» («lebensunwertes Leben»), un concepto que despierta, supongo, oscuras reminiscencias.

*Profesor de Derecho Constitucional Universidad de Navarra