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Opinión

¿Qué necesita la Universidad española?

Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos

El presidente Pedro Sánchez ha anunciado un plan universitario «marcado por la fanfarria propagandística» JUAN CARLOS HIDALGOEFE

El presidente del Gobierno, fiel a su estilo de gestión marcada por la fanfarria propagandística, ha anunciado un plan con la promesa de resolver los problemas que lastran a la Universidad española. En un ejercicio de optimismo ingenuo cabría pensar que el objetivo de La Moncloa sería, por fin y tras un siglo de espera, impulsar la excelencia hasta ver universidades españolas alzándose de nuevo con un Premio Nobel. Se trataría de un logro que trascendería el mero galardón, erigiéndose como prueba palpable de la capacidad del sistema universitario español para alcanzar las más altas cotas de calidad.

Sin embargo, la realidad invita a considerar propósitos más prosaicos. Quizá se busca aprovechar la incertidumbre que atraviesan algunas instituciones académicas estadounidenses para fortalecer programas de retorno y atracción de talento, capitalizando así nuestras propias universidades. O, tal vez, consolidar la precaria situación financiera de las universidades públicas, estableciendo un modelo de ingresos y gastos vinculado a objetivos concretos. Esta medida obligaría, por fin, al Ministerio de Ciencia y Universidades a un compromiso efectivo con la financiación de la educación superior en lugar de limitarse a imponer obligaciones a las regiones sin mostrar la prometida inversión.

El Gobierno podría haber priorizado una reforma urgente de la gobernanza universitaria, promoviendo una gestión profesionalizada e independiente de los omnipresentes grupos de presión internos, a menudo más centrados en la política que en la calidad de la enseñanza superior. Una decisión así habría evitado situaciones tan lamentables como la que se vive estos días en la Universidad Autónoma de Madrid.

Asesorado quizás por la ministra Morant, Pedro Sánchez podría haber anunciado la derogación, con carácter de urgencia, de la controvertida Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Una ley que, hasta la fecha, parece haber engrosado las filas del profesorado precario, postergando la solución del problema de los profesores necesarios acumulados durante años. Podría haber reducido la burocracia y el papeleo, que han crecido exponencialmente con la entrada en vigor de esta «nueva» normativa.

Quizá también podría haber limitado la subjetividad de los nuevos sistemas de evaluación del profesorado, que amenazan con fragmentar el sistema universitario español en 17 compartimentos estancos, con sus propias reglas y criterios, generando evidentes desigualdades territoriales.

No obstante, el reciente anuncio del Gobierno parece centrarse en una supuesta «necesidad auténtica del pueblo español» que, hasta ahora, era desconocida para la mayoría. Según la vicepresidenta del Gobierno y la ministra Morant, iluminadas por una clarividencia singular, esa necesidad imperiosa reside en reducir el número de universidades privadas. Al parecer, los criterios de la LOSU para la creación de nuevos centros no se consideran suficientes, exigiendo una modificación normativa urgente. La sombra de la ley impulsada por el profesor Manuel Castells planea como un fracaso estrepitoso que requiere medidas inmediatas.

Cualquier observador imparcial podría cuestionar la capacidad del Gobierno para aprobar una ley que asegure el futuro de la educación superior. ¿Dónde más se han equivocado? ¿Es tan grave el fracaso que justifica una rectificación tan apresurada? ¿Tiene alguna responsabilidad el presidente del Gobierno en la aprobación de una ley tan «catastrófica» que ahora exige un cambio de tal magnitud?

¿En qué consiste exactamente ese cambio urgente? Al endurecimiento de la normativa para la creación y el mantenimiento de universidades privadas. ¿Cuál es la urgencia? Según la vicepresidenta primera del Gobierno, la coexistencia de un sector público y uno privado en la oferta de educación superior perjudica al hijo del trabajador, limitando la capacidad del título universitario como ascensor social. De esta afirmación se podría inferir que la decena de ministros con títulos universitarios obtenidos en instituciones privadas lo habrían hecho a expensas de los hijos de los trabajadores. Bajo esta lógica, el presidente del Gobierno debería actuar de inmediato y cesarlos a todos. Sin embargo, este razonamiento olvida convenientemente que el propio presidente obtuvo su licenciatura en un centro adscrito y su doctorado en una universidad privada, señalada por la candidata socialista a la Junta de Andalucía como un «chiringuito». ¿Debería el presidente cesarse a sí mismo?

Este tema, curiosamente, no se abordó en su presentación. En cambio, sí insistió en la necesidad de que las universidades privadas sean de calidad, implícitamente sugiriendo que la mayoría no lo son. Cabría esperar que, para ello, el Gobierno hubiera establecido parámetros objetivos, claros, comprensibles y razonables. Sin embargo, uno de ellos, la exigencia de un mínimo de 4.500 estudiantes levanta suspicacias, especialmente al recordar que la universidad pública más pequeña roza esa cifra. Lo mismo ocurre con los requisitos de investigación y financiación.

En definitiva, las «urgentes» medidas anunciadas por el Gobierno parecen más un ejercicio de control ideológico que una respuesta efectiva a las necesidades reales de la Universidad española. En lugar de abordar los problemas estructurales de financiación, gobernanza y burocracia, se centra en una visión sesgada del sistema universitario, alimentando una confrontación innecesaria entre lo público y lo privado. La verdadera pregunta sigue en el aire: ¿qué necesita realmente la Universidad española para alcanzar la excelencia y servir como motor de progreso para toda la sociedad? Las respuestas, lamentablemente, parecen seguir esperando.