
Toros
El indomable Rodolfo, hasta al final

Después de luchar por su vida, Rodolfo Rodríguez “El Pana” ha muerto. Y con esta muerte ha nacido una leyenda
Después de luchar por su vida, Rodolfo Rodríguez “El Pana” ha muerto. Y con esta muerte ha nacido una leyenda. El final de su vida marca una historia a la que pronto se añadirá la pátina del tiempo, y al cabo de los años su recuerdo será motivo de añoranza, de nostalgia.
Es quizá El Pana el último de los románticos; un torero nacido de las profundidades del barro tlaxcalteca, esa tierra de guerreros; un hombre con talento al que las garras del alcoholismo destrozaron para verlo más tarde resurgir de entre sus simbólicas cenizas, la de los puros que se fumaba.
Y esta vida truculenta, marcada por el desaliento y la perdición, como tantas otras en los países como México, que aún viven atrapados en la pobreza, es el mejor ejemplo de una vocación en la que la fiesta de los toros, como tantas veces antes, supuso una ventana abierta a la ilusión de ser alguien.
Tan genial como lenguaraz, lo que sin duda le granjeó muchos problemas, El Pana se ganó un lugar en el corazón de los aficionados más sensibles, aquellos que comprenden el toreo como un hermoso ejercicio del espíritu y que se desbordan cuando esa magia sucede delante de un toro.
Como aquella inolvidable “tarde del milagro” en la que El Pana se despedía de los ruedos y que se convirtió en la resurrección de un torero provocativo y genial, capaz de levantar pasiones, de exacerbar la emoción del toreo hasta las lágrimas. Esa tarde del 7 de enero de 2007 en La México dio siete vueltas al ruedo llevando en su corazón la alegría de los desamparados, de los humildes, de todos los que han sufrido injusticias en el toreo. Y en el brillo de sus ojos se reflejaba la peculiar malicia del que ha tocado fondo, del que ha descendido a las tinieblas del averno y, de pronto, en una tarde luminosa de toros, renace para tocar la gloria.
Quizá el toque más original de su tremenda personalidad, era ese gusto por desdoblarse en dos personas, como afirman los siquiatras. Uno era Rodolfo, el alcohólico procaz, bruto; el otro, El Pana, el torero creativo, el artista de arrebato sentimental. Rodolfo siempre habló de El Pana en tercera persona, y este detalle le confería un sello muy especial a su forma de ser. Él lo sabía, y lo disfrutaba.
Por eso cuando El Pana “murió” en la plaza de Ciudad Lerdo, al quedar tetrapléjico, ya no tenía ningún caso que Rodolfo siguiera con vida, y menos esa que le deparaba el destino, que se quedó a mirarlo con serenidad y recelo desde el rincón más cruel de la pequeña habitación del hospital donde estaba postrado.
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