Televisión
«La peste»: La ignorancia es una epidemia
El retrato de Alberto Rodríguez de la Sevilla del siglo XVI es la serie más ambiciosa de la historia televisiva española. Movistar+ acaba de estrenarla
El retrato de Alberto Rodríguez de la Sevilla del siglo XVI es la serie más ambiciosa de la historia televisiva española. Movistar+ acaba de estrenarla.
Todo empieza con la picadura de una pulga. Luego vienen la fiebre, los vómitos y las hemorragias. Aparecen los bubones en las axilas y las ingles y el cuello. Los dedos y el rostro se gangrenan. Los órganos empiezan a fallar. La piel se cae. Delirio. Muerte. Es la peste, una de las enfermedades más letales de la historia. Tan mortífera, por ejemplo, que en 1649 estuvo a punto de destruir Sevilla por completo. Murieron unas 60.000 personas, casi la mitad de la población. El virus remitió con la llegada del verano, pero hay quien dice que nunca llegó a hacerlo del todo porque, como asegura alguien en la nueva serie de Alberto Rodríguez, «la peste es la ignorancia del hombre».
«La peste», compuesta por seis episodios que acaban de estrenarse en Movistar +, reubica la epidemia en la segunda mitad del siglo XVI, cuando Sevilla venía a ser lo que hoy Nueva York: la capital del mundo. Puente entre Europa y el Nuevo Mundo, la ciudad era punto de encuentro de mercaderes, ladrones, esclavos, nobles, putas, asesinos y muertos de hambre; un lugar de prosperidad comercial y cultural en el que, sin embargo, la miseria seguía campando a sus anchas. La Sevilla que recrea «La peste», pues, es una ciudad de dos cabezas, en la que dependiendo de hacia dónde uno mire verá oro o roña. También una versión horizontal de Babel, donde se mezclan los idiomas y los cristianos conviven con los judíos y los moriscos en burdeles pagados con fondos públicos y cárceles que funcionan como bazares del vicio. En un sitio así, la plaga se siente como en casa.
Intriga detectivesca
Desde su segunda película juntos, «Grupo 7» (2012), Rodríguez y Cobos usan intrigas detectivescas para retratar las miserias de la sociedad española, en el Siglo de Oro o en el tardofranquismo o en los prolegómenos de la Expo 92 o en el contexto de la guerra sucia contra el terrorismo. Exploran las cloacas del poder, en las que las ratas a veces tienen pulgas y a veces visten traje. «Grupo 7», recordemos, acompañó a un cuarteto de policías durante la remodelación urbanística y la depuración callejera experimentadas por Sevilla a principios de los 90 para hablar de los estragos causados por la droga y la corrupción estamental; «La isla mínima» (2014) tomó una premisa propia de las páginas de «El caso» para hablar de una sociedad moralmente empantanada entre el franquismo y la democracia, y «El hombre de las mil caras» (2016) recreó la rocambolesca historia del fugitivo Luis Roldán y el espía Francisco Paesa para ayudarnos a entender una cultura del saqueo que aún nos asola. Ahora, «La peste» pinta un retrato social según el que los ricos ven la plaga sobre todo como un negocio, y que por seguir ganando dinero están dispuestos a poner en peligro a toda la ciudad. Es el Siglo de Oro, pero bien podría ser 2018.
Está protagonizada por Mateo (Pablo Molinero), que en su día salió de Sevilla para huir de la hoguera y que ahora regresa para rescatar al hijo de un amigo fallecido. No tarda en ser arrestado, pero el Gran Inquisidor promete perdonarle la vida a cambio de que resuelva una serie de crímenes rituales. Es, en otras palabras, la historia de un hombre que mete las narices en un misterio que le viene grande y de cuya resolución no hay forma de salir indemne, parecida a la que ya contaron tanto «El nombre de la rosa» como «El corazón del ángel» –con ambas se detectan conexiones aquí–. La serie, pues, no inventa nada; avanza manejando con pericia el tipo de trampas –las pistas falsas, las casualidades, las revelaciones inesperadas– que al «thriller» policial le dan la vida. Lo que la dota de su personalidad es la atmósfera.
Barro en las calles
De nuevo, nadie que conozca el cine de Rodríguez se sorprenderá. ¿Sería lo mismo «Grupo 7» de no despedir aroma a Ducados y a velas puestas a la Virgen, a ambientador de puticlub y a bareto grasiento con los suelos infestados de cabezas de gambas? ¿Nos gustaría tanto «La isla mínima» si no rezumara ese ambiente húmedo, tóxico y podrido? También «La peste» sería otra cosa de no ser por su habilidad para transportarnos a esas calles llenas de barro y carne humana viva o muerta, en las que se mezclan el olor de los jureles y la hierbabuena y la mierda de asno; en las que el aire es tan denso que podría parar una bala, y en la que se propagan rumores sobre monstruos peludos y demonios que se ahuyentan vistiendo la camisa del revés; en cuyos rincones los niños pegan palizas, y en cuyos túneles galopan caballos ciegos. En las que la muerte anda entre los puestos de fruta. Todo eso está puesto en imágenes con todo el lujo de detalles que 10 millones de euros de presupuesto pueden financiar. Como resultado, «La peste» es pura sustancia: de tener forma de pastilla, se podría usar para hacer caldo.
Es cierto que, a nivel narrativo, Rodríguez no exhibe el mismo dominio del ritmo y la creación de suspense que derrocha en la pantalla grande. Aquí la peripecia narrativa se toma su tiempo para echar a andar y, al hacerlo, a ratos renquea. Asimismo, se esfuerza tanto por adornar un misterio en última instancia más bien simple que, en consecuencia, varias tramas paralelas de gran potencial acaban quedándose a medias. Pero eso es algo para lo que quizá haya solución dentro de no mucho: Cobos ya está escribiendo la segunda temporada.
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