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La liberación de 78 elefantes en Tailandia cambia las normas del juego
Esto choca directamente con el discurso de sus captores durante los últimos años, cuando se autoproclamaban refugios de estos animales y aseguraban que, turistas o no turistas, los elefantes habrían seguido encerrados por su seguridad.
A finales de marzo conocimos la noticia de que 78 elefantes habían sido liberados del campamento Maesa en la provincia de Chiang Mai, Tailandia. Los directivos del campamento ya llevaban arrastrando duras presiones por parte del gobierno tailandés para que los liberasen, y ante la falta de turistas en el país debido al coronavirus, no han tenido más remedio que ceder para evitar la quiebra absoluta. Estos elefantes forman parte de una estampa habitual: la de turistas suben a sus lomos, dándose paseos por un precio realmente bajo con los palos de selfie a mano. El elefante, mientras tanto, jadea y arrastra las patas. Una muestra más del dominio humano sobre la naturaleza, que viene en forma de las marcas que dejan las sillas en las espaldas de los animales.
La noticia de la liberación de los elefantes alcanzó su culmen hace dos días, cuando circuló por las redes un vídeo en el que se podía observar a la enorme manada mientras cruzaba al trote una carretera tailandesa. Ya no caminan despacio y bamboleantes. Corren apresurados hacia su libertad, antes de que los humanos vuelvan a cambiar de opinión.
Es aquí cuando resuena en nuestra cabeza el eslogan constante de Frank de la Jungla: “Sin demanda, no hay oferta”. Ya no hay duda de que el leonés sabía de lo que hablaba. Han bastado dos meses de continuo decrecimiento turístico en el país más visitado del Sudeste Asiático para que los elefantes empiecen a salir de sus jaulas. No parece servir la excusa de que en estos campamentos, inmersos en el bullicio y griterío habitual de los visitantes, están a salvo de los cazadores. Aunque nunca sirvió realmente, si tenemos en cuenta que la caza furtiva se disparó en Tailandia debido al incremento de elefantes llevados a los refugios. Asustados por perder su sucio negocio, se lanzaron a cazar a lo loco, literalmente. Igual que corremos nosotros a por el papel higiénico en el supermercado.
Tampoco servía de excusa porque el marfil, ese oro blanco que tanto ciega a ciertas mentes avariciosas, puede venderse legalmente en Tailandia. Y si el marfil procede de los elefantes en cautividad, el gobierno apenas pone trabas a su comercialización. Atención al resultado: no se puede cazar un elefante en Tailandia pero sí puede enjaularse, encadenarse, utilizarse como bestia de circo y arrancarle los colmillos. Es una situación desconcertante. Entendemos por tanto, que resulta difícil proteger a los elefantes que cargan el marfil, si su venta es perfectamente plausible en el país.
Las excusas se acaban para los captores, pero también para los turistas que justificaban su parte del trato. Es común lavarse las manos con la frase que dice: “Es que no puedo hacer nada, esto seguirá igual aunque yo no participe”. Aplicado a los elefantes, por qué no subirme a uno durante dos horas, si no está en mi mano hacer nada para cambiarlo. Pero ahora tampoco sirve esa excusa. Las extensas selvas tailandesas albergan espacio suficiente para 78 elefantes, y cien más. Ciento cincuenta más. Aunque cabe decir que el peligro del cazador sigue latente, y es crucial la labor de diversas organizaciones que se encargan de proteger a los paquidermos. A los elefantes heridos los albergan en refugios donde no necesitan hacer espectáculos para los turistas, ni cargar con ellos y sus cámaras fotográficas. Son refugios donde los elefantes están a salvo, tanto de los furtivos como de los turistas.
Ya no sirven las justificaciones, las normas de juego están cambiando. Este negocio de dudosa moralidad, que ha venido extendiéndose por todo el Sudeste Asiático, ha sido duramente golpeado por prensa y activismos en los últimos años mientras sus excusas se han quedado cada vez más flacas. Y este es el golpe final que necesitaban. El ejemplo innegable de que sin demanda no hay oferta, y que aquí solo importaba el dinero contante y sonante al alcance del bolsillo, nunca el bienestar de una hermosa criatura que, aparte de nacer animal, nunca hizo méritos para que lo ataran con hierros a una estaca. Por pura diversión y nada más. Aunque fuera una triste diversión.
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