Viajes

A mi abuelo no le gustan los aguacates

A mi abuelo no le gustan los aguacates pero mi abuela sigue intentando que los coma. Desliza unos pedazos cortados en la ensalada de tomate, los empapa en aceite y sal. Cuando mi abuelo le recuerda que a él no le gustan los aguacates, mi abuela finge meditar, da un ligero respingo y exclama que es verdad, que lo había olvidado, es verdad que a mi abuelo no le gustan los aguacates. Aunque es una lástima que no los pruebe. Son aguacates del sur, dice. Los mejores.

A mí me sorprende mucho que a mi abuelo no le gusten los aguacates. Le observo separarlos del tomate con delicadeza, preciso, cuidándose de que no se cuele en su plato ni una fina hebra del fruto maligno. Quiero decir que entiendo que no le guste este sabor tan novedoso, popular en nuestro país desde hace escasos años, de la misma manera que tampoco le apasiona el sushi o la comida china. Lo que me cuadra menos es que haya algo que mi abuelo no pueda tragar. Lo digo porque mi abuelo pertenece a esa generación que ha tragado de todo, desde la Guerra Civil hasta hoy, ha tragado horas sempiternas de trabajo y los caprichos del mundo y un plato tras otro de lentejas, garbanzos, ajoarriero y pimientos de padrón. Porque es un tipo fuerte, mi abuelo, resistente de los de verdad. Sus venas chorrean sangre navarra. Y me sorprende que un hombre tan habituado a tragar de todo, así de resistente, no sea capaz de tomarse el aguacate con la ensalada de tomate.

No puedo evitar traspasar las manías de mi abuelo a mi profesión. Que es esto de viajar y escribir lo que veo, o lo que creo ver. Yo ya sé que el abuelo no tiene un problema con los japoneses o los chinos o quienes plantan los aguacates del sur, pero sí pienso que no conozco a un solo islamófobo que le apasione la gastronomía persa. Se me ocurre también que si bien no todos los que rechazan la comida persa son islamófobos, sí podría decirse que todos los islamófobos rechazan la comida persa. Imagino que se debe a algún tipo de límite que deciden imponerse. No rehúsan la comida persa porque no les guste un plato de cordero con arroz, ni mucho menos; creo que trata de este tema, el de imponerse límites para procurar ser fieles a sí mismos y sus ideas de salón. El islamófobo rechaza mucho más que una religión: rechaza una cultura, una arquitectura concreta, su gastronomía y las historias populares. El islamófobo, o cualquier racista en general, rechaza pedazos del mundo de una forma parecida a mi abuelo con los trozos de aguacate. Los separa en el plato y no le importa que se pudran y acaben en la basura, siempre y cuando no rocen su boca.

La violencia en este mundo nuevo que hemos creado se traduce en velocidad, no en sangre. Hoy me desperté en Madrid y escribo estas líneas viendo pequeñas montañas de nieve acumularse en la terminal del aeropuerto en Frankfurt, y antes de que termine el día estaré respirando el aire cálido de El Cairo. La sangre está abajo, precisamente en el Sur.

En cualquier caso, se me ha ocurrido que cualquier racista actúa de forma parecida a mi abuelo cuando rechaza el aguacate. Atropellado por la velocidad del mundo nuevo, receloso ante su sabrosa novedad. Y, podrá estar de acuerdo el lector o no, pero a veces pienso que mi abuelo jamás reconocerá que le gusta el aguacate. No después de tantos años apartándolos en el plato. Aunque en el fondo le pirren si son del sur.