Viajes
El coronavirus no tiene poder sobre el mercadillo navideño de la Plaza Mayor de Madrid
Medidas sanitarias aparte, el espíritu de la Navidad ha surgido más fuerte que nunca en los puestos de figuritas
No iba a la Plaza Mayor en Navidad desde que era un crío. Tampoco era uno de esos lugares que uno siempre dice que volverá pero al final se impone la rutina de la vida, que es en apariencia ordinaria pero de alguna manera consigue atraparnos con una telaraña de excitantes novedades, una novedad nueva cada día, aquí una cena, acullá una sabrosa noticia, y esta rutina de novedades termina por retrasar cada vez más nuestra visita a ese lugar que juramos volver. Para nada. Creo que en los últimos años ni siquiera había pensado en el mercadillo navideño de la Plaza Mayor de Madrid. Formó parte de mi vida, por un tiempo, y luego desapareció. Ocurre con cantidad de cosas.
Claro que en ocasiones se me cruzaba un olor a churros paseando por Soria, o brillaban con más insistencia de lo habitual las luces navideñas de cualquier ciudad, o entraba a ver un Belén en la iglesia de turno, y entonces sí sentía que ya había estado antes en una situación parecida, así de acogedora. Y este año virulento sucede que sentimos esa necesidad, más que nunca, de sentirnos arropados por unos olores y luces muy concretas. Quizá fuera por esta razón que me levanté de la siesta el sábado pasado y propuse a mi novia ir al mercadillo navideño de la Plaza Mayor. Ella nunca había ido.
Navidades Pasadas
Antes eran decenas - a mis ojos de niño parecían cientos - de puestos decorados con lucecitas de brillo suave, desplegándose bajo los toldos blancos las pequeñas figuritas del Belén, colocadas por filas y por hileras como militares marchando tras su comandante. Resultaba chistoso porque de lejos, cuando te acercabas a los puestos desde la Calle de Ciudad Rodrigo, las figuritas daban una apariencia de seriedad irresistible, pero bastaba acercarse hasta ellas para descubrir la sonrisa bondadosa del pastor con un corderito echado sobre los hombros, los ojos cansados del viejo calentándose en su hoguera, los soldados romanos mirando a izquierda y derecha con desconfianza, los reyes magos acomodados en sus camellos. Estaban todos allí, bien firmes, y luego aparecía la mano del vendedor para agujerear la formación, al coger el angelito de alas púrpuras que recién le habían pagado.
No creo que haga falta tener un Belén en casa para acercarse a ver las figuritas. Se despliegan como valiosas piezas de un museo, libres de mirar con tantos detalles - una vez encontré a un panadero, con su hornito y sus pequeñas hogazas de pan individuales - que todas las emociones unidas a la Navidad que logran escapar de los centros comerciales parecen haberse refugiado aquí. Las luces de colores, rojas, verdes, azules, se encienden y apagan de forma intermitente y resbalan de alguna manera por las zonas más claras de las figuritas, como fuegos artificiales.
Se vendían churros en cualquier cafetería de la plaza. Era habitual encontrar a las familias paseando entre los puestos mientras los más pequeños, o los más golosos, mordisqueaban con ojillos de placer el churro crujiente y sujetaban con la mano contraria el vasito de cartón con chocolate. El olor a polvo de las figuras, barajado con los vapores densos del chocolate y las esquirlas de azúcar que despedían los churros a cada mordisco, hacía remolinos en las zonas calientes entre los puestos, se deslizaba juguetón por los toldos impermeables y caía directo en nuestro baúl de los recuerdos.
Navidades Presentes
Ahora está el coronavirus y ya no son decenas de puestos coloridos, puede que apenas lleguen a la docena. Las medidas de seguridad obligan a entrar por un extremo de los puestos que han conseguido colocarse y a salir por el contrario, no se pueden tocar las figuritas como hacíamos antes. Y uno diría, yo pensé, vaya, qué mala pata haber venido hoy después de tantos años, justo hoy, qué triste parece ver este puñado de puestos hundidos en la Plaza Mayor, ocupando apenas una fracción de la misma como un eco mutilado de lo que un día fue este mercadillo madrileño. Saltan la nostalgia, los recuerdos de la infancia feliz y ciega, y casi sentimos ganas de dar meda vuelta y olvidar la inquietante escena.
Haría falta resistirse a los malos pensamientos y entrar por donde nos señala el vigilante para ver los puestecitos que quedan. Y ocurre algo, en el momento en que cruzamos la entrada. En la Plaza Mayor que hoy parece inmensa no juegan demasiados niños, los transeúntes caminan con la mascarilla encajonada, y si huele a churro eso nosotros no lo sabemos porque también llevamos mascarilla y nos interrumpe todos los aromas. Pero cuando uno entra en el espacio reducido que han dejado a la Navidad este año, y mete el cuerpo entre los puestos, ya no tiene ojos para mirar cuántos niños juegan y quién lleva mascarilla, ni siquiera le apetece olisquear. Vuelve a encontrarse con las figuritas disciplinadas, que a ellas no les importa si el mundo se viene abajo porque siguen formando con la misma pulcritud de todos los años, y las luces resbalan a cascadas por ellas de una forma casi idéntica. Los chillidos excitados de los compradores, al encontrar esta ovejita negra o aquél buey que llevaban buscando varios días, tienen un espacio más reducido que los años anteriores para rebotar, entonces se enmarañan entre ellos y se vuelven más ruidosos. Más acogedores.
Los artículos de broma (bombas fétidas, sacos de pedos, cigarrillos de polvos de talco, bombetas, caramelos amargos, tinta invisible, jabones que manchan, arañas de plástico) siguen allí, ellos tampoco se han ido. Se cuelan una o dos travesuras en la misma bolsa en la que habíamos metido la figurita y esperan al momento adecuado para salir y apestar.
Navidades futuras
En torno al mercadillo la vida continúa más o menos igual. Salimos por la zona señalada como las figuritas que forman, muy ordenados, y, manchados por los residuos de luces, vemos con más claridad a los artistas de caricaturas y sus cabestrillos. Este año que fui me hice la primera caricatura de mi vida. Un capricho, en realidad, que me ha salido cabezón y con gesto obnubilado. Ahora lo tengo colgado en casa y paso las horas muertas procurando conseguir que me cuente un chiste. Charlas con el artista y le preguntas por su vida, mientras te deforma le cuentas la tuya (él cogerá tus historias para implementarlas en el cabezón) y cuando el experimento ha terminado vagabundeas por los alrededores con el dibujo bajo el brazo, en busca de los churros.
La vida continúa más o menos igual, solo que este año parece más opaca tras las medidas de seguridad y las mascarillas. Si caminásemos hasta la Chocolatería San Ginés, y pidiésemos un chocolate con churros que ya parece tan mítico como los discursos de Unamuno, el calor que sentimos resbalar por el esófago es el mismo, y el chasquido crujiente es el mismo también. Fuera hacía frío y dentro, con las manos colocadas en torno a la taza de cerámica, nos embarga un calor reconfortante. Como ocurre todos los años.
Creo que si me metiese en una habitación de diez metros cuadrados, ya fuera en la casa de un amigo o la Torre Cepsa, no importaría demasiado el tamaño que tenga el edificio porque la habitación donde yo me encuentro no pasará jamás de los diez metros cuadrados. Es cuestión de perspectiva. De realismo, también, pero sobre todo de perspectiva. Nuestro cuerpo no ha crecido este último año un sólo centímetro, así que podría decirse que nosotros seguimos desenvolviéndonos en nuestro cómodo espacio de diez metros cuadrados. Al lector que esté hoy en Madrid le animo a vencer el desánimo que nos producen estas Navidades recortadas, y que vaya sin miedo a visitar el mercadillo navideño de la Plaza Mayor. Verá las mismas luces y las mismas figuras y podrá saborear los churros de los años anteriores. Aquí el coronavirus, más o menos, no ha triunfado.
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