Viajes
Las leyendas del Amazonas que tus antepasados y los míos se creyeron a rajatabla
Útiles a la hora de reclutar a jóvenes españoles para conquistar el Nuevo Mundo, las historias fantásticas del Amazonas escribieron promesas de gloria y riquezas
Cada vez que recorro un país tropical me asalta el mismo pensamiento. Lo comento con quien tenga más a mano. Imagínatelo. Ser un zagal de Extremadura con diecisiete años recién cumplidos, apenas barba para fardar, cargando sobre pecho y espalda una ruinosa armadura acabada en panza que huele como si antes hubiese pertenecido a un muerto. Los chillidos de la selva, cuya boca no alcanzas a encontrar, cruzan como saetas un tipo de frondes que jamás habrías imaginado, de verde intenso y tan grandes como tu cabeza, hasta agujerearte los oídos como alfileres del terror. El suelo desaparece en distintos tramos, dando lugar a profundos manglares de aguas turbias que te llegan hasta el pecho anquilosado por la coraza. Hace calor. Serpentean los cocodrilos. Observan los monos con curiosidad, zumban los mosquitos.
Un muchacho de Extremadura que nació en 1567 y corrió a las Américas para emular las hazañas de su paisano Hernán Cortés, estaría, con perdón, cagado de miedo en esta selva estruendosa con aromas de infierno terrenal. Y paseando por el Amazonas con el trabuco al hombro, limpiándose a puñetazos los mosquitos y el sudor, se le colocaría al lado un sargento tosco, barbudo, tuerto, al estilo de las novelas de Arturo Pérez-Reverte, y esbozando una sonrisa de dientes pochos y amarilleados por el tabaco de mascar se divertiría asustando al mocetón con las leyendas de la selva.
La utilidad de El Dorado para el rey de España
No sería una tarea sencilla comenzar a construir el entramado de leyendas que surcan el Amazonas, en paralelo al enorme río. Fue necesario que existiera una primera historia, brutal, hipnótica, capaz de atraer como lo haría un poderoso imán a la carne joven y resistente de los jóvenes españoles al otro lado del charco. Una primera leyenda que diera pie a cientos de leyendas tras de ella. Y la oportunidad de oro llegó cuando el aventurero Vasco Núñez de Balboa se encontró repartiendo un botín entre sus soldados, y estos, avariciosos, se pelearon entre ellos por acordar a quién le correspondería la mayor parte. Panquiaco, hijo mayor del jefe Comagre, se encontraba en ese momento observando la viciosa discusión entre los españoles y, molesto por su avaricia, exclamó:
“Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro habíades de reñir, no vos lo diera, ca soy amigo de toda paz y concordia. Maravíllome de vuestra ceguera y locura, que deshacéis las joyas bien labradas por hacer de ellas palillos, y que siendo tan amigos riñáis por cosa vil y poca. Más os valiera estar en vuestra tierra, que tan lejos de aquí está, si hay tan sabia y pulida gente como afirmáis, que no venir a reñir en la ajena, donde vivimos contentos los groseros y bárbaros hombres que llamáis. Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello”.
¿Quién podría pensar que un puñado de frases sencillas como lo son estas, terminarían por desembocar en la muerte de decenas, cientos, miles de jóvenes como nuestro muchacho de Extremadura? Así funciona la fuerza de las palabras, aquí encontramos el poder de la primera leyenda. El Dorado. La ciudad perdida del oro azteca. Una leyenda utilísima, por cierto, ya que, si bien nadie encontró la ciudad mítica, sí se organizaron numerosas expediciones en América del Sur con el fin de encontrarla, expediciones que ampliaron en su búsqueda inútil los territorios de la corona española, hasta límites históricos.
Las expediciones de Alonso de Alvarado en busca de El Dorado le reportaron el descubrimiento de Moyobamba, Francisco de Orellana fue el primer europeo en navegar el río Amazonas hasta su desembocadura, Pedro Malaver de Silva marcó en el mapa un puñado de islas caribeñas, Domingo Ibargoyen encontró la ruta hacia la Guayana.... Podríamos decir que las leyendas que circularon de boca en boca entre los aventureros españoles no eran sencillos chismes de marujas, pasatiempos entre fogatas y vino añejo. Se convirtieron en la herramienta ideal para rellenar con fantasías de gloria las cabezas analfabetas de centenares de jóvenes españoles que, de otra manera, quizá habrían preferido aguantar el frío de su tierra antes de zambullirse en el humedal del Amazonas.
Las temibles Amazonas
Por supuesto que prácticamente cualquier leyenda contiene posos de verdad. Y ponemos como ejemplo la misma que dio nombre al río que hoy tratamos, Amazonas.
Los protagonistas del momento: Francisco de Orellana, un puñado de hombres desnutridos que no tenían para alimentarse más que las suelas de las botas y un fraile avispado y de pluma ágil llamado fray Gaspar de Carvajal. El cronista del viaje. Cuenta en sus escritos que, mientras navegaban el endiablado río, un puñado de mujeres guerreras les lanzaron flechas envenenadas desde la orilla, aullando alegres gritos de guerra. Dice también que indios nativos que se encontraron más adelante les aseguraron que estas pertenecían a una tribu guerrera de mujeres con una sádica tradición: copulaban salvajemente con hombres de otras tribus y si daban a luz a hijos varones, los asesinaban sin pestañear; de nacer mujeres, las adiestraban para el combate. Esta semejanza entre las guerreras indias y las amazonas que describió la mitología griega dio origen al nombre del río. Y se sumó al enredo de leyendas que pululaban entre los arbustos rasos de la selva.
Hoy las leyendas no tendrían el efecto que tuvieron entonces. Hoy somos cobardes. Pero, años atrás, la posibilidad de entrar en combate con una tribu mortífera de mujeres guerreras era un aliciente al nivel del oro para atraer a los buscadores de gloria. Así atraía como el imán a los jovencitos españoles, dispuestos a imprimir sus apellidos en las páginas desgastadas de la Historia. El muchacho extremeño que se cagaba de miedo unos metros atrás vino hasta la selva para alcanzar esa gloria, enorgullecer a los suyos con sus hazañas de novela. Por supuesto que tenía miedo. Pero derrotar a ese miedo, quizás abriéndole el pecho de un trabucazo a cualquiera de los demonios pintarrajeados que brincaban entre los manglares, era la única esperanza que este pobrecito tenía de gastar con utilidad el cartucho de su vida.
Los acéfalos de la Guayana
Otra de las leyendas más comunes entre los conquistadores españoles fue aquella de los indios acéfalos. Hombres misteriosos con brazos, piernas y troncos pero desprovistos de cabeza, conocidos en el continente como ewaipanomas. Estas criaturas amorfas fueron “localizadas” por primera vez en el mapa de Juan de la Cosa, en el reino de Gog y Magog - reino situado en los confines del mundo y mencionado por el Libro del Génesis, que señala al nieto de Noé como primer monarca -, y también fueron nombradas por el conocido mapa del turco Piri Reis, esta vez en la zona de la Guayana.
El corsario británico Walter Raleigh oyó hablar a los nativos de la Guayana sobre estas criaturas mitológicas, y las describe de tal manera en su libro Discouerie of the large, rich, and bevvtiful Empyre of Guiana (Londres, 1596): “... se dice que tienen los ojos en los hombros y la boca en medio de los senos, y que una larga trenza de cabello les crece hacia atrás, entre los hombros […], y usaban arcos, flechas y palos más grandes que cualquiera de Guayana”.
Resulta interesante que Raleigh hubiese escuchado a los nativos hablar de estas criaturas que ya citó el griego Heródoto en su libro de Historia, y numerosos mapas y escritos fantasiosos del medievo, los cuales ubicaban a los acéfalos en India o Etiopía. Resulta interesante porque los nativos no tuvieron forma de leer los textos de Heródoto. Por tanto, cabe a suponer dos alternativas. O bien Raleigh, como buen pirata y embaucador, se inventó de cabo a rabo su conversación con los nativos por el puro placer de hacerlo; o quisieron los nativos engañar al inglés como engañó Panquiaco a los hombres de Núñez de Balboa al señalar la existencia del Dorado. En cuyo caso nos encontraríamos con una tenebrosa paradoja para los indios sudamericanos. Pudiera ser que inventaran una serie de leyendas para burlarse o infundir temor en los conquistadores pero, en lugar de conseguir su objetivo, solo atrajeron en mayor medida a los cazafortunas europeos, sentenciando de esta manera el futuro de sus territorios y su libertad.
Hoy en día habrían conseguido aterrorizar a los españolitos y dejarlos recluidos en sus casas, inquietos ante la perspectiva de enfrentarse a mujeres guerreras y hombres sin cabeza por una recompensa tan volátil como la gloria y el honor; quinientos años atrás, hicieron de efecto llamada para una turbamulta de desgreñados, traidores, delincuentes, asesinos, valientes y soñadores que - con precisión exacta - fueron nuestros crédulos antepasados.
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